Brujuleando por ahí me he encontrado con una cita de la etapa postjuvenil de T. S. Eliot, en la que algún comentarista quiere ver un ejemplo palmario de cómo instala uno su discurso en la ambigüedad. Por lo visto, Eliot pasó de su etapa como doctorando en filosofía a su incipiente condición de crítico con manifiesta presunción escéptica ante cualquier análisis. Como ejemplo estaría nuestra cita, que aparecía al intentar responder a la cuestión de qué lenguaje podría ser el apropiado para describir una obra literaria. Respecto a este asunto la cita dice lo siguiente:
Comunicar impresiones es difícil; comunicar un sistema coordinado de impresiones es más difícil; teorizar demanda un gran ingenio, y evitar teorizar requiere una gran honestidad... Además, existe la generalización, que suele sustituir tanto a las impresiones como a la teoría (The Education of Taste, Athenaeum, 1919).
Desde luego, si de lo que aquí se trataba era de encontrar ese lenguaje, no sería esa una tarea fácil, de creer en lo apuntado en el párrafo anterior. Para empezar, Eliot fija su atención en dos puntos clave, las impresiones y la teoría, con los que se consigue abarcar desde el proceso inductivo al deductivo, con vistas a detectar en su campo cualquier viso de conocimiento verdadero. Lo problemático del método es que aquí debe enfrentarse al hecho literario. Ganado el crítico de antemano por el escepticismo, la idea que ahí subyace, sin llegar realmente a expresarse, es que ni la comunicación de las impresiones ni la elaboración de una teoría crean un lenguaje solvente a la hora de valorar la materia literaria. Independientemente de lo que se buscase, lo que ahí se consigue, de hecho, es desarmar al crítico, pues se vienen a invalidar sus instrumentos, seguramente por considerarlos más propios del conocimiento científico. La tarea no es tan sutil, ya que todo se desmonta alegando complejidad excesiva y falta de recursos tales como el ingenio o la honestidad. Pero lo más curioso quizá del párrafo es ese modo de atrapar al teórico en una tensa aporía con la que se le enfrenta a la posibilidad de tener que verse bien como incompetente o bien como deshonesto, una carga de profundidad que no sabemos bien si también alcanza en su incumbencia a los científicos. Se diría que no queda más salida que dejar la teoría a la altura de las posibilidades «reales», es decir a medio camino entre el inalcanzable ingenio y una pretenciosa honestidad; por decirlo de un modo más radical, dejarla marcada a fuego por el interés y la mediocridad. Esto en lo que atañe a la teoría, pero, volviendo al asunto, todavía contempla otra posibilidad más de rehuir el método. Si entiendo bien, esa generalización a la que apela no es sino un modo de perder definitivamente pie, de renunciar a impresiones y teoría para así desembocar en el territorio mucho más socorrido de lo opinable. De este modo el escepticismo triunfaría sobre cualquier intento serio de de descripción de la obra literaria, dejando en absoluto desamparo a la verdad. La poca o mucha verdad que un hecho literario pueda albergar quedaría, por tanto, fuera del alcance de los instrumentos analíticos. Al no haber lugar para el aparato crítico, quedaría su estudio sumido en un lenguaje caracterizado por el oportunismo ocasional, la imprecisión generalizadora y la ambigüedad conceptual. No obstante, digamos para acabar que Eliot nunca renunció a su papel de crítico. Siempre según su criterio, claro está.
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