En principio habría cuatro formas elementales de obrar con el muerto. Podríamos entregarlo a la tierra, al fuego, al agua o al aire. Normalmente las vías elegidas han sido las dos primeras y, en circunstancias excepcionales y obvias, se ha añadido la tercera. Para la cuarta hay dificultades que a nadie se le escapan, aunque quedar colgado en el espacio estratosférico empieza a ser una posibilidad viable. De modo que solemos entregar preferentemente el cuerpo a la tierra o al fuego. En el primer caso, evitamos siempre dejarlo abandonado por el suelo por temor a que puedan despedazarlo y aprovecharlo animales visibles: una solución que hoy sin duda calificaríamos de ecológica y que es además la más frecuente en el mundo natural. En este sentido no deja de ser curioso que toleremos sin mayores problemas morales que hagan la tarea de descomposición criaturas menos visibles o que la química actúe y quede el cuerpo convertido en cenizas por el fuego. Con todo, los problemas morales se plantean de forma mucho más radical cuando en esa degradación entran en juego los miembros de nuestra especie. La antropofagia es un tabú institucionalizado, aunque en algún momento de la prehistoria pudo haber sido considerada un rito de asunción, interiorización o préstamo de fuerza y vigor. Y eso por no hablar de que, al margen de la aversión que pudiera alentar, dicha práctica ofrecería un claro beneficio energético a los comensales. Además de las referidas, hay otras formas de entrega que no deberían escapársenos. Me refiero a las acciones simbólicas que se le dedican al muerto. La más sobresaliente consiste en representarlo en forma de estatua y erigirlo en algún lugar para que, pese a su inmovilidad manifiesta, su memoria perdure. Digamos que el muerto es ahí entregado a la imaginación a fin de verlo reconstruido en forma indeleble y pétrea. Junto a esta hay también otras formas menos costosas de actuar: es el caso de la esquela funeraria y de todos aquellos signos de duelo que eran tan comunes antes. En el ámbito doméstico, sin ir más lejos, hay un par de costumbres que me parecen dignas de recordar. Pensemos en la reserva de una silla en el lugar de la mesa donde se sentaba el difunto, que a veces se completaba disponiendo frente a él para el banquete su cubierto completo. Lo mismo pasa con la cama, lugar de múltiples e insoportables resonancias y recuerdos, que puede quedar, tras la muerte, reservada al difunto, al ausente. Son éstas unas actuaciones conducentes a restituirle simbólicamente al cuerpo el espacio que se suponía de su propiedad. Lo que desde fuera podría parecer espacio vacío es solemnemente respetado por todo los que le conocieron, pues la memoria de su cuerpo sigue intangible ahí. Todo esto demuestra que las tradiciones funerarias juegan su papel en el orden doméstico y en el social, pero lo que no veo es ninguna preferible a cualquier otra. Hemos hablado aquí de inhumación, incineración, inmersión, abandono, ingestión y diversas formas de reverencia, pero nos hemos olvidado de lo que mejor podríamos hacer con muchos, no todos, de los muertos. Creo que, siempre que fuera posible, la acción más saludable sería resucitarlos. Lamentablemente eso es algo que no está a nuestro alcance y probablemente habrá que esperar para verlo. O eso dicen por lo menos.
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