Está demasiado extendido eso de llenarse la boca con la memoria interesada de los tiempos antiguos, tan utilizada últimamente para adornar la historia y llenarla de falsos méritos a fin de exhibirlos como fastos nacionales. De ella se suelen expurgar, sin embargo, todos los hechos y nombres que, aun siendo en su día sumamente importantes, malamente sintonizan con el imaginario que mueve en la actualidad a las bandas, las tribus, los partidos o los medios de comunicación social. Tener interiorizado un imaginario con héroes de leyenda y cuadros de batalla es mucho más económico que poseer un ideario cargado de citas imprescindibles y otro material de biblioteca. Si podemos imaginar, no hay necesidad de entender con detalle cómo y por qué sucedió. Es más sencillo extender y levantar el cuadro viejo como si fuera un estandarte, y ponerlo a continuación de fondo para que emulemos ante él a sus viejos actores. En vez de entender, damos de ese modo a entender que ahora todos somos protagonistas y que además está sucediendo ante nuestros ojos exactamente lo mismo que, según el cuadro cuenta, entonces sucedió. Obviamente, existe una gran diferencia entre entender y dar a entender algo. Aunque ambas acciones actúen sobre la memoria, a la hora de comparar el resultado, no vale lo mismo lo que se ha entendido que lo sobreentendido. Lo primero quiere ser obra constructiva, de asimilación e interpretación de los hechos, lo segundo es más bien un recurso para fomentar el recreo o hacer propaganda, según convenga, y en definitiva para buscar la movilización del público. El respeto a la verdad que prima en el primer caso es postergado, en el mejor de los casos, en favor de una sintonía efectiva y un modo de hurgar en los resortes emocionales que mueven la sensibilidad colectiva. Es posible que la historia no sea una sucesión lineal sino que tienda a recrearse en ciclos. De hecho tenemos la sospecha de que ciertos hechos nunca llegan a ser del todo novedosos, que una y otra vez se repiten. Ahora bien, podemos afirmar que, a través de los siglos, los protagonistas nunca son los mismos. Y el resultado tampoco.
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