domingo, 29 de agosto de 2021

De camino al país de las maravillas

Cuando era pequeño e íbamos en coche a pasar el día a la playa en San Sebastián, una de las cosas que más me llamaba la atención era que a partir de un momento bien preciso (que hoy asocio con la entrada a Tolosa) empezaba a ver cómo las casas, que al principio estaban diseminadas por el monte, parecían poco a poco juntarse para bajar y venir a nuestro encuentro, no sé bien si alborozadas,  pero lo que sí sé es que acababan por aprisionar la carretera dejándola convertida en un estrecho y aburrido pasillo. Siguiendo nuestra ruta, sólo esporádicamente volvíamos a ver, justo al fondo de los huecos que se abrían entre los edificios que la flanqueaban, algunos de los caseríos más. A diferencia de los anteriores, que tan ingenuamente nos seguían a la ciudad, estos se veían cada vez más lejanos y deteriorados, condenados a permanecer y a mirar para siempre al frente, buscando obstinadamente en las casas de la carretera a sus antiguos moradores y demás vecinos. En cuanto aquellos verdes prados con sus rebaños y los maizales que crecían frente a los bosquetes de pinos desaparecían de nuestra vista, su lugar quedaba ocupado por las dos largas hileras de bloques de tres pisos. Desvanecido definitivamente el bucólico panorama de caseríos y colinas, lo que ahora teníamos delante era una calle impersonal por la que pululaban anónimos y apresurados habitantes. En ese trayecto, sólo algunos detalles como la colorida ropa tendida en las ventanas, una mujer sacudiendo con una palmeta de mimbre la alfombra o alguna que otra jaula colgando en lo alto del balcón, con su prisionero cantarín dentro, conseguían sorprendernos y animarnos un poco el viaje. No es que no buscáramos más sorpresas, pero todo lo que descubríamos, cuando las viviendas se espaciaban y dejaban ver el hueco, eran callejas de incierto final por las que unos cuantos peatones, tan anónimos como los anteriores, se movían sin rumbo y sin volver la cara, buscando su camino, lejos de la transitada carretera, seguramente hacia las afueras. Mi recuerdo de todo esto es como una serie de fogonazos breves, de visiones instantáneas, casi fotogramas y, sin embargo, su impronta fue muy pronunciada, porque todavía hoy me dura. Y además no sólo me han quedado las imágenes, ahí mismo está también guardada la atmósfera en la que estaban sumergidas. El viaje se repitió varias veces en distintos veranos, por lo que todo acababa resultando previsible en aquellas travesías. Como el paso por aquellas calles eran el contacto con lo urbano, ya sabíamos a continuación vendría aquella malsana sensación de asfixia y por eso le pedíamos siempre a nuestro padre si no podía acelerar. Tengo bien metido en algún remoto e inquebrantable lugar de mi memoria el repelente olor que llegaba desde las fábricas papeleras así como las espesas espumas flotantes que navegaban por el río y quedaban retenidas en la presa. El olor solía ser tan intenso que lo abarcaba todo y sólo avanzados unos cuantos kilómetros las brisas llegadas de la costa conseguían regenerar aquel ambiente enrarecido y fétido. No parábamos de taparnos las narices y hacer aspavientos, porque ese leve alivio tardaba siempre demasiado en llegar. Olvidarnos del tufo parecía imposible, pues nada de lo que pasaba frente a la ventanilla nos distraía. Cuando no eran las casas alineadas con sus muros de enfoscados de sencillo mortero y aquellas calles de un gris brillante como la antracita, lo que surgía junto a la carretera eran talleres destartalados o fábricas encajadas a despecho del vecindario y envueltas casi siempre y para colmo en densas humaredas. Siempre supuse que era difícil para ellas, para las casas digo, escapar de todo aquel orden carcelario, de todo eso que más tarde oiría llamar a los entendidos urbanismo. Sí que le oí a mi padre, frente a aquel prolongado y amargo espectáculo, murmurar algo raro sobre la urbe. Percibí que no era bueno y pasé entonces a asociar la urbe con cosas como la ausencia de campo y con lugares sin otro pulso que el de la vida rutinaria. La ciudad seguía conservando su halo mágico, seguía viéndola como una promesa, mientras que la urbe era lo que realmente estábamos viendo y padeciendo. Más que quejosas por el evidente abandono en que se veían, las fachadas de los edificios se contentaban con mantenerse firmes pese a las prematuras grietas y desconchados, sin poder ocultar la severa factura que la lluvia y el humo les habían impuesto hasta otorgarles el aspecto renegrido y desangelado con que se mostraban. En el colegio un maestro solía decir con el típico entusiasmo pedagógico que un viaje siempre era una oportunidad de descubrir cosas nuevas, pero con viajes como éste comprendí que los descubrimientos no siempre levantaban el ánimo sino que a veces lo ensombrecían. Pasando por aquella travesía, en muchas ocasiones me daba por pensar que no nos movíamos por carreteras ni por calles sino por una galería inacabable. Me asaltaba, además, la desasosegante certeza de que tras las ventanas que jalonaban esa galería se escondía gente sombría, vecinos atrapados a perpetuidad en aquel corredor, a los cuales sólo podía imaginar hoscos y malhumorados. Aunque iban apareciendo carteles y señales, mis sensaciones seguían estancadas y mis ojos no se despegaban de la ventanilla. Continuábamos atascados en ese tramo urbano y no paraba de preguntarme hasta cuándo duraría. Por eso preguntaba en voz alta si faltaba mucho, si estábamos llegando, si todo ese mundo tan triste era la bonita ciudad que me tenían prometida. Ellos me decían que esperara, que aquello no era más que un pasaje, lugares perdidos del extrarradio urbano por los que había que pasar, pero que lo bueno bueno estaba aún por llegar. Aunque era pequeño, no me importaba admitir en silencio que las maravillas había que pagarlas y que el espectáculo gris e incesante que contemplaba allí afuera era el pago exigido por disfrutarlas. La primera vez que hicimos el viaje, el aburrimiento me hacía a estas alturas insistir en las preguntas una y otra vez. Decidieron callarme y me soltaron, por todo consuelo, que antes de llegar a lo maravilloso había que aguantar lo sórdido. Estaba lejos de entender qué significaba lo sórdido, pero intuí que no era nada maravilloso y que más o menos se parecía a lo que estaba viendo. Urbe, sórdido, iba aprendiendo. Eso hizo que me surgiera la duda de si aquella maravillosa ciudad a la que nos dirigíamos acabaría siendo, a pesar de lo que decían, una urbe, o sea una acumulación de casas tan sórdido como todo lo que llevábamos visto. Aquella primera vez quedé esperando ansioso, quería salir de dudas y conocer si existía ese lado maravilloso. En las siguientes aceptaba ya resignado que para alcanzarlo teníamos que atravesar eso que llamaban la periferia, o sea lo sórdido. Pero de estas ansias, temores y malestares no conseguí desembarazarme ninguna de las muchas veces que se repitió el viaje. Alguna vez, harto de aquellas imágenes repetidas y deslucidas, llegué a creer que la portentosa ciudad se había fugado por temor a verse atacada por aquella angustiosa periferia y que quizá ya no la alcanzaríamos nunca. Creo recordar que llegaba entonces, para romper la tensa espera, un breve tramo en que las casas desaparecían y se volvían a ver árboles y roquedos, pero las laderas ahí se empinaban y los montes se cernían sobre nuestro coche como si quisieran empujarnos y arrojarnos al cercano río que corría a nuestro lado con la aviesa intención de que no lográramos nuestro objetivo. Por suerte, la amenaza nunca llegó a cumplirse, pero, mientras pasábamos por aquel desfiladero, el agudo temor a hundirnos en aquellas aguas me mantenía en vilo. Finalmente salíamos vivos de allí y seguidamente nuestra mirada se explayaba con alivio por áreas medianamente abiertas, aunque no muy esperanzadoras, porque volvíamos a vernos escoltados a cada lado por casas formando hileras interminables. No obstante, me consolaba pensar que, al paso por el desfiladero, habíamos dejado atrás los malos olores. Con todo lo que estaba por ver era si la ciudad hacía por fin acto de presencia. Al menos contábamos a nuestro lado con el tranvía, al que adelantábamos dedicando un tímido saludo a sus estatuarios tripulantes. El tranvía venía a ser la prueba más clara de que, aunque ellos no lo dijeran, ya no podíamos tardar, de que estábamos muy cerca de la ciudad. Y en esas estábamos, prometiéndonoslas felices, cuando de repente todo se desmoronaba y la ciudad anhelada volvía a quedarse en ilusión. Daba mucho respeto ver cómo se nos venían casi encima aquellas moles humeantes y, desde luego, no parecían propias de una ciudad mínimamente maravillosa. Con el susto, saqué en limpio que el viaje no era cosa de descubrir, como decía mi maestro, sino que era más bien como ir pasando pruebas. Según eso, ahora debía de llegar la prueba final, lo más duro, lo más sórdido. La primera vez que vi aquellas moles aún pregunté, con una ingenuidad que resultaba irónica, «¿ésas son las famosas maravillas?». En la verja que rodeaba y vigilaba que todo aquello no se desparramara y asaltara la carretera había un enorme letrero. Lo leía siempre con regusto, porque no ponía San Sebastián sino Cementos Rezola. Lo maravilloso aún tenía, pues, que esperar y, mientras tanto, lo que tocaba ver era aquellos monumentales silos rodeados de torres eléctricas y todo aquel enjambre de cintas transportadoras circulando entre naves polvorientas bajo nubes de espeso humo. Poco después de esta visión abrumadora, se abría la puerta a mi esperanza al ver un poco más lejos que las señales de tráfico nos situaban a dos kilómetros de la llegada. Al cabo de unos diez minutos, el desolador escenario  milagrosamente se despejaba y aparecía ante nuestros ojos el cielo dominante, a decir verdad no siempre del todo azul y demasiadas veces enfurruñado. Pero lo que nunca faltaba al fondo era el mar, siempre inabarcable, inundándolo todo con aquel aroma a salitre tan inconfundible. Ahí es cuando empezaba a creer en lo de las maravillas y, a medida que salíamos del túnel, renovaba con mayor fervor aún esa fe y abjuraba de los sórdidos precedentes de sus inmediaciones. Con la ciudad enfrente, me resistía a creer que fuera necesario pasar previamente por el purgatorio para poder disfrutar aquel refugio mágico frente al mar. Alguien me explicó años después que no es del todo raro que algunas ciudades, obsesionadas con su exuberante belleza, muestren toda clase de maravillas, dejando a sus espaldas otro mundo oculto y descuidado al que remiten todo lo que les incomoda y afea. En definitiva, que las maravillas urbanas siempre acaban por transformar su periferia en una trastienda sórdida.

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