Todo el mundo tiene salidas de tono. Y, llegado el caso, cuando se forma el lío, siempre habrá quien le diga al otro que no tiene vergüenza o le pregunte dónde la perdió. Parece como si la vergüenza fuera artículo necesario en nuestro equipaje vital y eso a pesar de que, en caso de conflicto, nadie realmente la aprecia. De hecho a quien la muestra, aunque sea sin querer, se le ridiculiza por apocado, pusilánime y huidizo. Así pues, ¿por qué nos quejamos de quien prescinde de ella? Luego va, nos asalta uno de esos desvergonzados y, claro está, la cosa ofende. Empiezo a dudar, por tanto, de si es buena política mantener las vergüenzas para salvar el buen tono y exhibir, cargado de dignidad, aparatosa intransigencia verbal con quien carece de ellas. Creo que es mejor replicar a su desvergüenza con desvergüenza y para eso no veo mejor táctica que trasladar la vergüenza al desvergonzado. A final no se puede hacer frente, ofreciendo rubor y pudor, a quienes nos desprecian con su descaro sin recato. Vayan para ellos, pues, todas nuestras vergüenzas. A ver si devolviéndoles una por otra se reconocen más ridículos que audaces, y se avergüenzan. Así, por una vez podremos regodearnos sintiendo de cerca cómo hemos hecho crecer esa vergüenza ajena.
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