Supongo que en algún momento el arquitecto se plantea cómo puede hacer para
que el cierre del edificio proyectado no se confunda con un muro y dotarlo
de cierta expresividad. Por desgracia no siempre da con la solución. Están a
la vista, con sólo pasearse por nuestras ciudades, ejemplos de muros que, en
la mente de sus autores, querían ser flamantes fachadas. Bien podrían ser
denominados estos muros también muros de las lamentaciones. Puede que
quienes ahí se lamentan no manifiesten sus penas en público y con carácter
litúrgico, sino que lo hagan desde detrás del muro, en algún rincón de sus
viviendas. Pero eso no resta valor a sus lamentos ni dramatismo a su
encierro. Quienquiera que mire muchos de los bloques de viviendas
construidos de unos años a esta parte tiene la impresión de que los huecos
se han abierto en la fachada para que sus inquilinos respiren un poco. Los
arquitectos dicen practicarlos en el muro por funcionalidad. Para
evitar la monotonía y presentarlo como una fachada austera distribuyen esos
huecos de forma más o menos vistosa y pautada. Que esa gente haga
prácticamente renuncia a hacer un muro expresivo, no quiere decir que esos
bloques no puedan llegar a expresar algo. La expresión es algo que
trasciende al muro y puede reflejar o bien la intención del proyectista, o
bien la reacción de quien vive a un lado u otro de él. Esa expresión se da
en toda clase de muros. Sin ir más lejos, están los muros en que se exhibe
cartelería reivindicativa o electoral,así como graffitis o pintadas. Todo el mundo tiene la mente el desaparecido muro de Berlín, probablemente
su más significado ejemplo. Lo que fue un muro de disuasorio, expresión de una dolorosa separación, acabó siendo muestra de rebeldía y rechazo
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Restos del muro de Berlín John McDougall, 2019
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Los muros han sobrevivido en muchos casos como medio de expresión donde se reflejan las inquietudes de los de un lado. Sin embargo, hay otros casos en que el muro parece directamente destinado a impedir que llegue a la calle la vida que palpita en el otro lado. Algo que no siempre logra, pues se ve superado y acaba rendido ante la iniciativa de los afincados detrás del muro alzado. Con mayor o menor gracia, sacan éstos a la luz a través de huecos y resquicios toda clase de trastos, mobiliario, bicicletas y no se arredran a la hora de cubrirlo con ropas y sábanas tendidas. Esto también son expresiones, no diré
que siempre artísticas, pero que al menos rompen con la monotonía reglada impuesta en el muro por su creador. Estas iniciativas resultan escandalosas para el colegio de arquitectos y los urbanistas. En su opinión, toda esa libertad expresiva atenta contra la autoría creativa del proyectista, devaluando el valor de lo edificado y dando un «aire canalla y poco respetable» a la fachada. Pero, si tenemos en cuenta que las fachadas vienen a ser como el rostro con que un edificio se presenta ante la población,
quizá deberían preguntarse: ¿es obligatorio que ese rostro sea ceñudo, mudo e
inexpresivo?
Aunque mi análisis sea forzosamente breve y modesto, me gustaría continuar con algo siempre digno
de tenerse en cuenta: todo muro presenta dos lados. Sucede,
sin embargo, que ambos no siempre se exhiben de igual forma. Incluso podríamos decir
que, según el destino del muro, uno de los dos prevalece y oculta la existencia del otro. Hagamos la prueba y volvamos de
nuevo al famoso muro jerosomilitano: nadie se lamenta frente a la trasera de
ese muro, entre otras razones porque su arrepentimiento carecería entonces de visibilidad.
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Fragmento del muro de las lamentaciones Jerusalén
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El ejemplo pone de manifiesto otro detalle sobre la expresividad igualmente importante. Estamos ante ruinas y los muros arruinados se expresan por sí solos y de otro modo. Por
evocar pasados intangibles, tienen otra clase de expresividad que sintoniza con la
melancolía individual y colectiva, y en este caso con un romanticismo religioso basado en la literatura bíblica. Este ejemplo me lleva a otro bien cercano y casi igual de ciclópeo: las murallas. Es difícil hablar ahí de expresión,
lo único que cabe decir es que la obra se exhibe sobriamente, con tremenda
severidad. A los que se afincaban al otro lado de lo visible podemos imaginarlos
inquietos, temiendo por la solidez del muro y con pocas ganas de asomarse y
confraternizar. Aquí no hay propiamente fachada, el rostro de esa construcción es tan plano como mudo, sin aberturas que puedan
servir como vía de penetración, ante el peligro de que acaben por desfigurar su papel de contención. Para
expresarse desde ese muro están las armas: cañones, fusiles, catapultas y demás. Como obra
de ingenieros y dado su carácter estrictamente funcional, esos muros de contención necesitan
pocos adornos. Aquí la función apenas deja lugar a la expresión artística de
su autor y menos aún de los que se resguardan ocultos tras él. Si
volvemos al punto inicial, al del rostro, es inútil que nos preguntemos
dónde da la cara esa construcción, dónde se encuentra su fachada. En ausencia de fachada, por mucho
que tenga autores y proyectista, un lienzo de piedra vive y vivirá en el anonimato hasta
derruirse. Ese hubiera sido el destino del muro de Berlín de no haber sido asaltado y vandalizado por quienes se enfrentaban a él con medios ofensivos destinados a ridiculizar su función como bastión defensivo.
De todos modos, quien actualmente opone ese anonimato de la muralla a la personalidad de las
viviendas está en un craso error. Sí que hubo días en que las viviendas, por
humildes que fueran, tenían su carácter propio y el talante de sus moradores
trasparecía en el exterior. Puede que su fachada careciera de adornos, pero
siempre había algún detalle distintivo, algún signo sen ella con el que destacaba de
las demás. No es que eso se haya perdido, pero desde luego hay que buscarlo en nuestras ciudades con denuedo. Las ciudades parecen tierra quemada en ese sentido. No es que falten fachadas, pero no siempre se muestran sus inquilinos capaces de
boicotear sin complejos las estrechas previsiones de los arquitectos.
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Barrio Villaverde, Madrid
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Porque, además, luego vienen las autoridades a imponer disciplina. Son muy dadas a pedir los días de renombre banderas y guirnaldas en los balcones, pero
no toleran ver tendida la ropa interior en la terraza. La expresiones de
acatamiento festivo en la fachada son de recibo, las más consuetudinarias
deben ser privadas. Es curioso que quien exhibe sin pudor su pobreza en las
ventanas ofenda y que la autoridad alegue que invade visualmente el espacio público.
Es como si se le viniera a decir que no puede perforar el muro, que eso
perjudicaría su homegeneidad y quizá también su consistencia en un trasunto de lo que para ellos representa la sociedad. Por su parte para el
arquitecto creador la cuestión fundamental es preservar la armonía. Con su patente de creador exige que no se vaya más allá de la funcionalidad que él ha ofrecido manteniendo un delicado equilibrio con la belleza del conjunto. Pero es muy ingenuo al creer que el inquilino carece de imaginación funcional. La vida diaria le espolea, así que es fácil dejarse llevar por ella, transgredir la norma y sabotear el reverenciado proyecto. Frente a todo ese alarde expresivo, frente al muro recién «mejorado», el arquitecto se lamenta: «Mi obra merecía otra suerte; evidentemente no se hizo para ellos». ¿Reproche o autocrítica? Puedo imaginar al arquitecto del templo de Salomón entonando el mismo lamento entre los creyentes y filtrando en una grieta su mensaje con el deseo de ver desaparecer definitivamente unos muros que «han perdido su función actual y sólo sirven para dar soporte y expresión a una fe».
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