En una de sus pesadillas más recurrentes, el profesor de matemáticas se ve en la tarima, frente a la pizarra, mudo y pensativo, mientras a sus espaldas, entre sus alumnos, se ha instalado un murmullo creciente. Ha elegido ese problema como pudo haber elegido cualquier otro del repertorio, sin calcular de antemano su alcance y su complejidad. Venía a ser uno más, pero las ecuaciones en derivadas parciales siempre aguardan calladas y aparentemente accesibles, cuando en el fondo son pérfidas y están siempre prestas a tender dolorosas emboscadas. El planteamiento era bastante convencional y en su desarrollo él se deja ir, de manera casi automática, a través de sucesivas expresiones, logradas paso a paso a base de hábiles sustituciones y cómodas simplificaciones. Como un maleficio llega, sin embargo, el crudo momento en que la entra la sospecha de que todo aquello no va a ninguna parte. La inclusión de las últimas condiciones determinantes, en vez de afinar la expresión la ha convertido en un terrible monstruo, en una criatura indomesticable. La solución está definitivamente lejos y hay que retroceder para encontrar el punto donde todo se ha torcido y, lo que es más complicado, la razón por la que ha fallado el plan. Con el patio cada vez más insolentado, su mente, siempre tan dinámica, empieza a patinar. No sabe si seguir por la senda abierta o retroceder. Pero, de tener que hacerlo, convendría saber hasta dónde. Y no sólo eso, sino también cómo justificarlo: si como un pequeño error algebraico, como un cambio de variable inadecuado o como una formulación inicial mal planteada. Ahora mismo le preocupa más el grado de gravedad del error que dónde se esconde el fallo. Le urge encontrar una razón pública para hacer que repunte su buena cabeza y alguna otra razón más para darse la vuelta y poder explicarse. Mostrar sus limitaciones supondría franqueza y honestidad, pero para los más recelosos sería una prueba definitiva, la que demostraría a las claras su impericia. O sea, un quod erat demostrandum fatal. Desde luego los recelosos existen, no hace falta verlos, basta con oír sus cuchicheos, a los que acompaña siempre alguna risilla malévola. Mientras tanto el tiempo apremia y la pizarra le parece ahora mucho más grande, gigantesca, y además amenaza con venírsele encima. Casi preferiría caer ahí bajo su descomunal peso, un peso que, por grande que fuera, siempre sería menor que el de su paralizante error. Al menos así saldría redimido como un ejemplar mártir de la profesión. Esta crisis fatalista lo lleva a continuación a imaginarse simulando un súbito vahído con el que darse una salida digna, maniobra que completaría con amagos de tambalearse e irse de cabeza contra la puerta. Teme, sin embargo, que nadie crea en una embestida tan dócil y cree saber que como torito rendido sólo va a inspirar lástima. Eso en el mejor de los casos, porque, habiendo sido un justiciero implacable en sus calificaciones, aunque su rectitud haya honrado el prestigio de la universidad, no debería esperar de sus alumnos misericordia, pues lo más seguro es que su reacción acabe más cerca de la crueldad. Llegado a ese punto fatídico, tentado está de dejarlo todo ahí mismo y de abandonar ese oscuro y problemático pantano. Entonces se le aterriza en su cabeza una peregrina idea: por qué no dejarles la tarea a ellos. Les dirá que es un «simple» ejercicio, que lo pueden continuar tranquilamente en sus casas, puesto que «quedan tan sólo tres o cuatro líneas por completar». Está metido en ese torbellino, al que no encuentra salida, cuando le llega el tímido ruego de uno de sus muchachos. Lo que al principio parece un ruego pronto se torna intervención pausada, con la que, a ojos de todos, hila explicaciones de gran finura pitagórica y aporta inesperada luz al maldito embrollo. Sus compañeros tienen la vista en él como si fuera una aparición, como si un ángel oportuno se lo descifrara todo de forma clarividente. No así el profesor, que sigue de espaldas mientras intenta digerir cómo el espontáneo está enmendándole la plana. Y su impresión es que está sentando cátedra y quién sabe si no pretende postularse como providencial sustituto. Lo ve aún más claro cuando el muchacho, que ya cuenta con el favor incondicional de los suyos, apunta a un punto indefinido de la pizarra y señala con énfasis: «Dese cuenta que no es ésa la razón. Yo creo que...». El señalamiento colma su paciencia, es una verdadera intrusión. Le gustaría decirle que lo que pueda o no creer él le resulta irrelevante, porque no tiene aval alguno, ni visos de autoridad, ni refrendo magistral. Mientras, en su fuero interno se pregunta: ¿Qué quiere éste a estas alturas? ¿fomentar creencias y reclamarles fe ciega a estos ignorantes? Ganas no le faltan de replicar, pero sería inútil cuando él mismo no es capaz de avistar solución al problema. Empieza a ser consciente de que su crédito profesional puede acabar pronto por los suelos y que ha sido su propia indecisión y torpeza la que ha envalentonado a este osado espontáneo. Aunque la prudencia lo exija, no puede seguir en silencio, debe reaccionar. Y ahí es cuando se da la vuelta visiblemente irritado y muestra su gesto más severo hacia ellos. En tono doctrinal, mira fijamente a su puntilloso alumno a los ojos en un intento de demoler toda aquella arrogancia juvenil. Los demás siguen expectantes ante lo que ven ya como un enfrentamiento abierto. Uno que va para filósofo lo resumirá todo más tarde como «un divertido altercado entre la lucidez dialéctica y una cuadriculada prepotencia». Lo cierto es que a nadie extraña que el profesor, ante tan evidente invasión de sus competencias, recurra, como última salida, a cortarle la palabra al petulante e intente replicar con ridícula vehemencia: «Haz el favor. Deja que sea yo quien encuentre mis razones». Vuelve el silencio mientras el profesor, ensimismado, sigue rebuscando soluciones en su vacía y desolada cabeza. Repentinamente suena un timbre, es la hora. Y ahí se despierta con profundo alivio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario