viernes, 27 de agosto de 2021

Lapidarius

Hasta la Roma de Nerón llegó un gladiador cuyo nombre de guerra era Lapidarius. Venía precedido de gran fama por la rapidez con que zanjaba sus combates. Aunque había actuado en otros anfiteatros del imperio, nadie se hacía a la idea en Roma de cómo había conseguido despachar a más cien contrincantes nada más verlos, como quien dice en un suspiro. Eso es al menos lo que aseguraban quienes lo habían visto, ahora tras su llegada convertidos en sus más fervientes seguidores. Se sabía que no empuñaba espada ni blandía tridente, que todo lo que portaba era un ancho cinturón de cuyo costado colgaba una gran bolsa. Encima del cuello llevaba, a modo de estola, una larga tira de cuero que le caía por ambos lados del pecho. El primer y único día que se presentó en el Coliseo, el público, acostumbrado a luchadores avezados y armados hasta los dientes, no le concedía ni la más mínima posibilidad de salir airoso. Es verdad que la fama le precedía y por eso todos esperaban del recién llegado al menos que se batiera usando alguna treta novedosa. Tampoco se le pedía que ganara, bastaba con que plantara cara a sus competidores y no cayera a las primeras de cambio, completando un gran ridículo y hundiendo las apuestas de sus leales.
Cuando avanzó hasta el centro de la arena, lo hizo con paso firme y un semblante entre adusto y altanero. Sorprendió a todos al presentarse prácticamente desnudo, como un vulgar campesino, sin ninguna clase de escudo ni defensa. Tampoco contaba con compañeros o aliados, actuaba él solo frente a quienes se le opusieran. La intendencia hizo salir a cinco gladiadores bien pertrechados al recinto. Estos, al ver a su irrisorio oponente, decidieron prescindir del casco, como si quisieran reírsele a la cara. Al ver la bolsa que llevaba, uno de ellos le preguntó si traía ahí el condumio, broma que el público rio con estruendosas carcajadas. Siguieron más burlas mientras los cinco se paseaban desafiantes a cierta distancia y probaban a rodearlo. Al darse la señal, los gladiadores separaron y flexionaron las piernas, quedándose quietos y en guardia, con las armas bien dispuestas. Frente a ellos, con gran parsimonia, sacó Lapidarius de su bolsa algo parecido a un mendrugo y, tras echar mano y tirar del cuero, lo acomodó en él. Con gran asombro vieron todos cómo hacía girar aquello como si fuera un juguete. Cuando de repente lo soltó, una piedra salió disparada y fulminó al primero, al más fuerte de todos ellos, tras recibir en su monda cabeza un sonoro impacto con terrible acierto. De uno en uno los demás siguieron la misma suerte que el primero. En realidad, no pudieron ni acercársele. De nada les valieron sus redes y sus escudos, tampoco sus burlas y provocaciones; cayeron como tristes monigotes. Aún seguían aferrados a sus armas cuando fueron arrastrados con la cabeza rota. Mientras esto sucedía, Lapidarius, haciendo gala de su sobrio estilo, sin esbozar la más mínima sonrisa, sin hacer ni un gesto de victoria, se dirigió hacia la salida cabizbajo y en silencio entre los vítores de un público enloquecido. El mismo desatado fervor le esperaba en el exterior del Coliseo, pero él, sin decir ni palabra, se fue abriendo paso lentamente entre la multitud. Luego se alejó de Roma siguiendo su camino. De vez en cuando veía una piedra de su gusto, se agachaba y la echaba a la bolsa.

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