viernes, 13 de agosto de 2021

Senderos solitarios

0
Bosque de Urkamun (Erro)
Son días calurosos y hay que elegir con cuidado aquellos lugares por los que uno puede transitar sin sofocarse y quedarse agotado. Por suerte, los bosques todavía conservan suficientes rincones en los que ponerse a salvo de la chicharrina que nos asola. Pero no hay bosque genérico, no todos los bosques ofrecen lo mismo, no todos procuran la misma protección. Hay que buscarlos apartados, lejos del ruido y de la gente. Ni que decir tiene que esos bosques no están a la salida de casa: hay que desplazarse. De no hacerlo a lo sumo podrá uno conseguir algo de sombra en alguna de esas arboledas acorraladas de la ciudad, pero difícilmente llegará a tener la sensación de haber doblado definitivamente la esquina urbana y estar en un mundo distinto. Hay que ir bastante más lejos para sacar del oído el persistente rumor del tráfico urbano y el ruido de voces disonantes. En el bosque todo se presume distinto, pero antes es imprescindible aprender a escuchar cosas tales como los chasquidos y los murmullos. Claro que, si complicado es ya percibir esos sonidos sutiles, cualquiera se puede imaginar lo difícil que es descubrir tras ellos su origen. Hablo de agentes tan elementales como el agua y el viento, pero estoy pensando también de todos los habitantes, aparentemente invisibles, que habitan el bosque. No te van estos a salir al encuentro, no temas. Tienes que poner de tu parte. Así que, al entrar, lo primero que deberás hacer es mantenerte quieto, cerrar los ojos y aguzar el oído. Verás entonces cómo el silencio se irá poco a poco llenando de sonidos nuevos y desconocidos. Escucharás, a veces lejos y otras veces cerca, rumores anónimos, zumbidos insistentes, crujidos casi dramáticos, bufidos que parecen suspiros y de fondo melodías animadas por tímidos cantos. En ese momento es cuando te darás cuenta de que sus habitantes no andan muy lejos. Si quieres podrás incluso imaginártelos fabulosos, duendes quizás, pero lo más probable es que lo que se esconde ahí detrás sea un arrendajo o un jabalí que te sigue y te observa atentamente.
No es que no tengamos estas cosas por sabidas, pero cada bosque y cada sendero tienen al final su peculiaridad. Estamos en Urkamun, un paraje muy apartado del valle de Erro, camino de Zilbeti. Guiados por unas señales de senderos, nada más dejar el coche en un collado desde el que se baja a Zilbeti, nos adentramos esta vez por un amplio hueco porticado entre el ramaje. Tras cruzar poco después un portillo alambrado, comenzamos a alejarnos de la carretera y enfilamos por un sendero sombrío y solitario. La propia soledad del sendero va de algún modo atrapándonos y el silencio pasa a acompañarnos durante un buen rato. La que se ve ahí arriba es una imagen en la que, como en un espejo, se ve reflejada en cierto modo esa soledad y da cuenta de la sensación que nos embargaba a nuestro paso por ahí. Evidentemente no todo es soledad, la imagen es también prueba de que ha habido muchos intrusos antes que nosotros, de que ninguno ha sido rechazado por el bosque y de que a todos los ha recibido encantado en su seno. Tampoco parece que haya querido secuestrarlos. De hecho, al fondo se adivina una salida de emergencia hacia la luz. El encuentro temprano e inesperado con esa abertura, nos permite obtener otras perspectivas y situarnos respecto a los montes cercanos. Puede que la soledad sea sobre todo cosa nuestra, porque no cabe duda de que la zona ha sido transitada. Lo más probable es que los pinos y los robles, que vemos hoy exuberantes, hayan invadido antiguas praderas que hasta no hace tanto se desparramaban monte abajo por las laderas. Lo delata una enorme borda derruida y ganada por la maleza que nos sale al paso. Frente a ella encontramos una pequeña cima que nutre con algún manantial este remanso. Imagino al ganado pastando por estos altos y, a base de despejar el paisaje, supongo que aquello debió de ser un observatorio privilegiado para controlar el paso entre Erro y 
Esteríbar y el acceso a la capital aún lejana. Recuerdo que en otra ocasión llegamos hasta arriba y las ruinas que por allí encontramos apuntaban a una antigua fortificación. Los recientes pinares la habían desfigurado y, bajando por la solana de la montaña hasta el puerto, la han ocultado de quienes pasan por el cercano camino de carros.
Seguimos con la idea de que el pasado permanece enterrado a cierta profundidad, de que la historia está oculta bajo tierra, sin reparar en que es el paisaje reconstruido lo que a veces nos despista y nos impide ver las evidencias con claridad. De algún modo lo que el monte atrapa, somete y oculta, asistido por su dominante vegetación, pasa a una suerte de inmaterialidad en la que sobrevive relegado. A todo ese mundo, intuido como presente pero invisible, ya sólo le concedemos la condición de misterioso. El tiempo le ha ido imponiendo un progresivo letargo y lo ha despojado de su historia. Todo esto es muy de lamentar, porque, aunque la historia sea pequeña, siempre guarda, como muchas otras de lugares similares, su particularidad. pero eso no le libra a la mayoría de ellas de acabar hundidas en el olvido. De lo que cualquiera puede estar seguro es de que tanto éste como otros muchos bosques del Pirineo albergan parajes prácticamente desaparecidos. Hay ahí una dialéctica entre paisaje e historia y la evolución es siempre parecida: el abandono del lugar suele preceder a la desaparición de nuestra vista y también de la historia. A pesar de todo, algunas historias asociadas a esos lugares perviven en la memoria de la gente y llegan a conocerse como fábulas o leyendas y a hacerse célebres por sus protagonistas; de otras, como aquí es el caso, sólo quedan los muros arruinados, porque lo que pasó entre ellos sólo con el paso por los archivos se podría con algún fundamento rescatar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario