Sabemos que el tiempo es irreversible y guía nuestra marcha por la vida. Y a medida que marchamos, forzosamente, todos alguna vez tropezamos. Pero, al poco tiempo de tropezar, comprobamos con alivio que los daños sufridos en la caída son reversibles y que hemos sido capaces de recuperar nuestro estado anterior. Eso nos permite reiniciar nuestro camino, seguir con nuestra tarea y tener presente la experiencia para evitar en adelante esos daños. Las cosas empeoran, sin embargo, cuando los quebrantos físicos parecen de incierta recuperación y nuestro futuro queda momentáneamente suspendido y sujeto a promesas más o menos claras de cura. Al aumentar la escala del daño, aunque la esperanza no llegue a desvanecerse, sí que puede ir enturbiándose considerablemente. Hasta que llega por fin el día en que se nos anuncia que el mal con el que a duras penas convivimos es irreversible. Cuando llega ese caso, lo primero a tener en cuenta es que una cosa es convivir con el mal y otra muy distinta es dejarse secuestrar por él. Por tanto, a partir de ese momento, la consigna debe ser defenderse para evitar que su presencia física haga presa también en nuestra mente. Conviene además recordar que, por mucho que el tiempo sea irreversible, nuestra mente en ningún caso lo es. Nuestra mente es reversible; de hecho, es un vehículo que nos permite viajar por el tiempo. No se trata de un viaje en busca de mayores esperanzas, sino de uno que ponga a su debida altura a ese cuerpo amedrentado, glorioso soporte de nuestras anteriores peripecias. Y eso, cualquiera que sea actualmente su estado y todos los males que puedan aquejarlo.
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