Podemos mirarlo así: cualquier carencia, incluso vista como defecto, deja por delante espacio libre al avance o cuando menos es un estímulo que favorece la adaptación a la situación que se le presenta. Evidentemente esto tiene un claro impacto en el proceso evolutivo y alcanza de lleno al modo concreto en que que evolucionaron los antropoides y los homínidos. A. Gehlen, controvertido bioantropólogo, trajo esto a consideración observando en particular el diferente grado de evolución de la mano en cada uno de los dos casos. Al estar en los antropoides la mano mejor adaptada al árbol, todo acabó por conducir a una suerte de perfección paralizada, mientras que en el hombre acaba teniendo la mano un desarrollo digamos más «inventivo». De algún modo ese desarrollo parece estar también relacionado con el bipedismo, el cual libera la mano para convertirla en un instrumento más abierto y creador. Gracias a esa inventiva manual, amplía el homínido su percepción del mundo mediante una secuencia de tentativas táctiles en la que se van alternando los éxitos con los fracasos.
Por analogía podríamos especular sobre los beneficios que la especialización tiene para el hombre en sus distintas actividades y oficios. Estar especializado en algo le ofrece sin duda una estabilidad emocional y le permite ahuyentar ese temor a los cambios que siempre anida latente en cada uno de nosotros. Sin embargo, por una u otra vía, al final los cambios llegan y no tardan en desencadenar una depreciación de esa especialidad, quedando el especialista paulatinamente postergado. En otro orden, yendo del sujeto especializado al objeto de su especialidad, puede argüirse que los beneficios que de cara al futuro pueden obtenerse de una obra cerrada, redonda y perfecta —tanto si es artística como si es de otro tipo— tienen más que ver con la fascinación que con cualquier otro interés. Es una obra que provoca perplejidad y admiración desde el momento en que es vista como algo acabado y hasta cierto punto inaccesible. En cualquier caso, ese «acabado» sólo llega a ser fascinante cuando responde a una intención ansiosa, pero ese ansia sólo llega a valer cuando está extendida en la sociedad. El despegue de ese ansia soterrada y la fascinación que acarrea no son de extrañar, pues se ven alimentadas por esa ilusión de alcanzar la plenitud que todo hombre tiene. De hecho, cuando un hombre cualquiera, pero consciente de sus carencias, ve reflejada esa plenitud en una obra humana, le impresiona.
Todo esto ha llevado a encendidas discusiones sobre las ventajas y beneficios que podría tener para un creador dejar la obra abierta, de un modo tal que muchos cabos aún queden sueltos y al alcance de los siguientes. Frente a este enfoque siempre aparece encumbrada la obra cerrada, cuya perfección, basada no pocas veces en su impecable funcionalidad o en el estilo que está en boga, la hace difícil de superar. Una vez conseguido ese ideal funcional o estilístico conviene esperar a ver su evolución. Ahí es evidente que sólo prevalecerá mientras la función que cumple o la tendencia estética que representa no queden obsoletas. Para los que no somos capaces de obrar a ese nivel de perfección, por transitoria que sea, sabernos potencialmente mejorables ante nuestras muchas y muy visibles carencias, consuela.
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