El igualitarismo quiere poner de relieve la importancia de todos y cada uno de los individuos, no por su excepcionalidad sino por la pertenencia a un marco más general. Es obvio que pertenecer a ese marco y formar parte de un grupo no supone participar en, menos aún apoyar, un determinado proyecto o empresa junto a otros individuos. Al hacerlo de forma igualitaria, lo único que se asegura es que todos entran en él en calidad de partícipes, sin distinción ni privilegio. Esta condición de individuo digamos raso, de partícipe, llega al lenguaje a través de diversas palabras. Los calificativos evolucionan desde lo ecléctico a lo peyorativo, lo que viene a dar cuenta del progresivo declinar del inicial propósito igualitario. A través de sucesivos sinónimos, el valor de la palabra igual, que aspiraría a ser el rasgo principal de ese marco social, parece entrar en decadencia.
Tomemos la primera palabra que alude al individuo en ese tipo de marcos. Lo implica en algún proyecto social indefinido como alguien común, como integrante, por lo tanto, de una comunidad en la que está a título personal y al mismo nivel que los demás integrantes. Sin declararlo explícitamente, se le supone sujeto en igualdad, en cuanto derechos y deberes, a los otros comunes.
La segunda palabra con la que se califica a estos individuos es corriente. La palabra muestra cierto desinterés por definir, dejándolos pasar como indefinidos, como gente que no necesita de mayor precisión. Aquí vemos ya cómo nos vamos deslizando por una pendiente degradante, puesto que el tipo corriente vendría a oponerse al excepcional, al que destaca entre todos los que forman parte de la comunidad. Sin romper el ideal igualitario llamando corriente a alguien lo que se intenta es no entrar en la diversidad existente en la realidad social.
Donde la tendencia a la depreciación de los que hacen número y no son excepción, resulta más manifiesta es en la palabra que pongo en tercer lugar: vulgar. Por su propia etimología se hace con ella mención al carácter popular e indistinto de aquel a quien se le señala como tal. Con esta palabra sucede más o menos lo que con popular, que a ciertos efectos indica una degradación, un olvido de la distinción, de aquello que nos hace únicos. Detrás de esa degradación estaría la vulgaridad, una cualidad que no sólo es poco apreciada sino que suele ser vista socialmente como motivo de desprecio.
Quizá podría proponer más grados en la pendiente semántica que he tratado de dibujar, pero por ahora voy a finalizar el repaso con un calificativo de tono bastante similar al anterior: ordinario. Nada diría que ser ordinario es preocupante. Sin embargo, el marco social, representado por cualquiera de las sociedades de todo tipo en que actualmente nos desenvolvemos, desaconseja declararse así. Esto supondría renunciar definitivamente a ser el muy estimado contrario, esto es extraordinario, siquiera sea en un asunto de mínima importancia.
Volvemos de este modo al punto de partida. El igualitarismo es un motor ideológico que pretende para bien hacernos iguales. Es de suponer que la igualdad a la que se alude con dicha palabra es ante todo una igualdad de derechos, pero es difícil desembarazarse de otras interpretaciones menos positivas. Ser igual a los demás tiene algo de obligada resignación, es mal encajado por uno mismo y mal recibido por sus pretendidos iguales. En cierto modo la igualdad es indicio de abundancia, de exceso, y apunta, por tanto, a la escasa importancia y relieve que tendría la pérdida. Socialmente el igualitarismo muestra, pues, dos caras opuestas: en la positiva, estarían los derechos inalienables del individuo, que de este modo queda elevado a la condición de persona; en la negativa, veríamos en el hecho de igualar un deterioro del relieve personal, de aquello que podría hacernos únicos, ejemplares e importantes ante la sociedad.
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