Al redoble de tambores, que acentúan con su son grave los timbales, marchan ellos en dos largas hileras simulando píos cofrades. Avanzan enfundados en malolientes sayones y arrastran cadenas como delincuentes camino de galeras. Así es, a todos les espera el mar turbio, el vértice del temporal, la cruz de las tormentas, tripulando desde una oscura bodega, a fuerza de bogar remos, un navío de rumbo siempre incierto. Allí se les ha prometido libertad, una vida de selva profunda, de cuerpo próvido entre alimañas sueltas. Pero no es probable que lleguen mucho más allá del infierno. Por eso deben ser antes exhibidos, como carne propicia, como objeto de sacrificio, como ritual de castigo. Entre todos componen el ordenado espinazo de esta comitiva a la que con razón los espectadores denominan procesión del último día. Nadie de entre estos últimos ve en su destino trágico motivo de piedad ni aceptaría para ellos una solución misericordiosa. Nadie intenta tampoco encontrarles rostro y, si por casualidad lo encuentra, no espera verse sorprendido por su parecido familiar o por algún signo de cercanía. Con su ceño fruncido y agarrotado por el dolor, unos ojos que hacen aún arder sus aviesas intenciones y la boca atrapada en un gesto de desprecio y amargura, en la cara de cualquiera de ellos se adivina la de todos.
La calle se va viendo lentamente invadida por todos estos condenados. Llegan armados, pero esta vez de recios cirios, cuya tenue luz apenas les permite destacar entre las sombras. Engullidos por esa atmósfera espectral, al compás frenético que marcan los tambores, lo que todos los espectadores acaban viendo a su paso es una turba amenazante, pero sometida, que llega a la ciudad desde las belicosas aldeas de montaña. Por mucho que aparezcan rendidos, nadie espera que se despeguen, ahora en su derrota, de sus dioses feroces, de sus obediencias brutales, de sus costumbres ancestrales. Caminan mudos, pero hablan por ellos sus heridas, que aun después de la batalla siguen abiertas y parecen profundas. Algunos a duras penas logran avanzar, los más afortunados todavía renquean, casi todos rumian y aguantan su pesar en silencio, y no faltan los que dejan tras de sí un rastro de sangre oscura. Por su parte, los que aún aguantan enteros se ven obligados a tirar de un enorme y pesado carro en el que, dentro de una jaula de madera y sentado en un tosco trono, traen a rastras a su señor supremo. Aunque permanece impávido, dando muestras de innegable dignidad y compostura, todos los que a ambos lados asisten al desfile necesitan ver en él al monstruo vencido. Hay quien le increpa, hay quien le arroja inmundicias, hay quien para intimidarle enarbola un palo, hay quien le escupe a la cara.
Como una marea oscura y silenciosa, cruza la comitiva la ciudad. Camino del puerto, de ella parece emerger el enjaulado, alzado en su sitial, como una figura casi sacra, como un dios fracasado, a punto de ser arrojado a los mares. Nadie parece guardar aprecio por ese ogro divino, sacado a la fuerza de su refugio en la montaña; su paseo concita todos los agravios que al cabo del tiempo ese público hoy vengativo y ayer pusilánime ha retenido. Aunque la luz apenas consigue iluminar esas dos orillas de la calle, todos lo ven, de manera que no cesan de surgir risas malévolas, puños airados y gritos humillantes. Es como si les reconfortara vivir su odio a oscuras, en multitudinario anonimato. Confían, eso sí, en perder pronto a todos esos penitentes de vista, haciendo buena y justa su condena, y en recibir desde otro cielo más favorable nueva protección divina. A pesar de sus deseos, saben que nada de esto podrá darse mientras ese enjaulado no acabe embarcado y a la deriva. De momento, todas sus miradas chocan contra la figura ambulante, contra esa imagen tan dura como cristalina que exhibe el denostado monstruo. Éste, lejos de rehuirlas, las devuelve como si de un espejo se tratara. Llegan hasta el fondo de la jaula donde todos pueden contemplarse y comprobar cómo sus miradas aceradas sólo revelan ansiedad, cómo están dominadas por un profundo temor. En el fondo temen ser tomados desde esa degradada cátedra por cofrades renegados. No es de extrañar, puesto que, en realidad, sólo su odio los distingue de quienes se reafirman como fieles seguidores. Con alivio ven esfumarse sus dudas, cuando ese triste leviatán, perdido en su fracaso y sin su aéreo brillo, es arrastrado por los suyos hasta el proceloso mar y enviado de ese modo al exilio.
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