«Cuido a conciencia mi intelecto. Decidí hace tiempo usarlo sólo una vez al día, para no deteriorarlo. Del uso desordenado nace el abuso, me enseñaron. A veces remolonea, le puede costar un minuto dar señales, otras tarda media hora; sin embargo, rara vez tengo que esperar hasta la tarde para ver brillar la luz. Dicen en la calle, viendo el sol deslumbrante, que todo eso que maquino no vale de nada, que es algo tan artificial como los fuegos de artificio. Incluso un buen amigo, preocupado por las consecuencias de esta manía mía, me decía hace poco en tono de consejo: "Intentas remediar a fuerza de pensar lo que no puedes hacer, así que piensa, por favor, si el que empieza a no tener remedio eres tú". Sé que no es propio de un operario diligente, de un esforzado trabajador como yo, ponerse a pensar y también sé que haría mejor en dejar esa tarea a quienes tienen esa función, a los incubadores de planes y proyectos, a los dirigentes. Lo cierto es que la ingeniería no llamó en su día a mi puerta, las matemáticas se me resistían. Cuando les cuento a esos que tanto se las dan de lumbreras alguna de mis ideas, cuando les digo que se me ha ocurrido de repente esa misma mañana, me toman por un visionario o por un estúpido intruso. No sólo me desprecian, lo hacen con saña, pero no me importa demasiado: frente a sus cerebros casi fritos por tanto devaneo y cortocircuito, el mío se sigue conservando en perfecto estado, casi intacto y fresco, y por eso lo que surge es siempre, como el sol de cada mañana, rigurosamente nuevo. Todo el mundo habla de lo que esa gente piensa, de sus mentes excepcionales, y sin embargo, yo noto que de la mía salen cosas, pensamientos para ser exactos, que ellos nunca podrían ni imaginar. Tampoco salen a borbotones, sino muy contadamente, de hecho una vez al día, lo que los hace aún más valiosos. Hoy aún es esto relativo, pero con el tiempo su valor crecerá. Imagino cercano el día en que amaneceré como un oráculo al que acudirán a miles para escuchar qué ocurrencia me sobreviene, qué idea se me presenta, qué futuro anuncio. Por el momento no dispongo de escenario adecuado donde mostrarlos, me limito a registrar esos chispazos. Soy de los que les gusta, y por ello me acuso, formar su pequeño y particular firmamento luminario y ponerlo por escrito en un sencillo diario. Con el cerebro hay que tener mucho cuidado, pero de momento es la mano que empuña la pluma la que más se esfuerza. Veo que aguanta bien el trote diario, por lo que con ella a buen ritmo y la cabeza despejada tampoco se necesita mucho más. Lo que se guarda ahí no son ciertamente alhajas, pero no puede ser cuestionado porque tampoco es conocido y justo por eso es pensamiento libre. Tengo el presentimiento — ojo, que aquí llega mi chispazo de hoy— de que un día, en el futuro, ese firmamento pasará a iluminar otro mundo. Seguramente será el de más allá. Pido, pues, que el lector no se tome todo esto a broma; no hace falta que lea el diario, sólo que le dé un digno entierro.»
Hasta aquí el mensaje depositado por una mano anónima bajo la escultura de Rodin. Estaba acompañado de un pequeño cuaderno azul que los servicios de limpieza han retirado diligentemente. El depositario, bajo cuya custodia estaba, ni se ha inmutado tras la retirada. Hoy por hoy se desconoce el paradero de esos pensamientos. Hay quien afirma que sólo podían ser suyos. Nos queda la escultura de bronce, pero probablemente lo demás se haya perdido para siempre.
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