Con lo de proteger las fronteras los estados están llegando al ridículo. Creíamos haberlo visto todo cuando hace unos años plantamos vallas infranqueables frente a las legiones de desheredados, expatriados y fugitivos que se agolpaban delante de ellas. La explicación, en clave de economía cínica, es que dentro harían demasiado bulto, que crearían desequilibrios. «De momento no se les necesita, representan una carga y un peligro. Estarían mejor en su casa. No se preocupen, ya les llamaremos cuando hagan falta», les dice el funcionario desde este lado a voz en en grito. Pero cuando sepan que hacen falta, sabrán hacerlo saber y se cobrarán la deuda de años dando tumbos por el mundo intentando traspasar fronteras.
A consecuencia de esa clase de resortes tan funestos como bien aprendidos, nos vemos hoy en una situación cuando menos rocambolesca. Mientras vemos cómo gente pudiente se dedica a buscar casa en la luna y los planetas, aquí abajo entre otra mucha gente se extiende la sensación de que, pese a estar amparados por fronteras férreas, estamos siendo invadidos. Unos ven marcianos verdes, otros terrícolas demasiado coloreados y otros muchos temen que lleguen vampiros, zombies y fantasmas. En estos dos últimos años, la sensación de que nos invaden es aún más acusada y desde luego no ha mejorado nada con el nuevo reto: defenderse de la pandemia. Siguiendo la costumbre, lo que los estados han inventado para hacerle frente son las vallas médicas y lo que a continuación nos proponen, cuando no nos imponen, son escudos profilácticos personales para vivir seguros. La idea no es tanto extender y generalizar la protección y acabar con la expansión de la plaga, su absurda y primera obsesión sigue siendo sellar las fronteras. Para salvar la tempestad, pretende el Noé de turno meternos en el arca estatal dejando fuera esos insidiosos e invisibles nómadas que nos rodean y se nos cuelan: los virus.
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