Estuve durante veinte minutos tirado en una camilla con los calzones en las rodillas, inmóvil, viendo como se iba deslizando a la altura de mi nariz una enorme plancha de hierro. No es una experiencia religiosa precisamente, no se te invita a rezar sino a aguantar quieto hasta que te digan. Así que tratas en principio de cerrar los ojos, porque ese peso contundente no sólo te ciega las vistas al cielo raso y los fluorescentes sino que impone. Sólo puedes verlo como una imposición, prospectiva y beneficiosa quizá, pero cuando se te impone delante de la cara es tontería, siempre despierta sentimientos. A pesar de los consejos que recibes de entrada, frente a esa mole no hay manera de dormir ni siquiera de intentar un sueñecito que te deje un poco traspuesto y haga correr tu imaginación hacia playas de arena blanca bordeadas de cocoteros o por senderos que serpentean montañas y llegan hasta ibones rodeados de cumbres nevadas. Tiende uno más a pensar que si a ese trasto le flaquean los soportes, te chafa y te deja como un sello. Durante la prueba, el examen, el proceso o lo que fuera, oía al fondo la conversación de las enfermeras, desentendidas por completo de mi particular pelea, a la manera de profesoras vigilantes. En todo momento un zumbido en el que se intercalaban ligeros y preocupantes chasquidos acompañaba el lento movimiento de la máquina. En algún momento temí que por una ranura apareciera una sierra de disco dispuesta a rebanarme y abrirme en canal como si el ara en que me veía instalado por aquellas sacerdotisas se hubiera convertido en el crudo banco de una serrería. Gracias a estas cosas al final no te llegas a aburrir del todo, pero sí que te agobias. Los minutos se estiran de lo lindo, parecen horas y, por obra y gracia de esa calentura mental que te domina, consigues llenarlos de fantasías. Claro que rígido como estás, las fantasías sólo pueden ser en blanco y negro, a vida o muerte diríamos; ni verdes sugerentes, ni rojos excitantes, ni marrones malolientes, por tanto. Aun con todo, en mi mente se creó por fin un vacío, así que vi el momento oportuno de lanzarme a la meditación. Muy pronto comprendí que aquella plancha actuaba como un poderoso magneto y sentía fluir a través de mí unas ondas animales tan poderosas que enturbiaban mis intentos de aclararme la mente. Es ahí cuando tuve una ocurrencia, no muy acertada, pero típica de algunos sueños dramáticos: me imaginé yo mismo gato, gato subido a la plancha y asomado a uno de los extremos, desde el que podía ir viéndome lívido y estatuario, sin mortaja, con los ojos cerrados, listo para el embalaje. El gato te puede ver como un fiambre, pero entonces el cuerpo te pide reacción, para confirmar que aún estás en activo y que, pese a lo que cualquiera ahí vería, no estás aún para el arrastre. Lo que tienes que estar —ese es el mandato— es quieto parado. Te obsesiona tanto que hay un momento en que hasta te preguntas «¿no estaré respirando de más?», porque temes que en la foto se note ese pausado y mínimo movimiento, ese pecho rebelde. En respuesta a ese oleaje furtivo aguantas estoicamente, como si encabezaras el marmóreo busto de Marco Aurelio. Y así vas pasando el rato. Aunque al final te importa muy poco salir en la placa desfigurado, fantasmagórico o temblón, sí que te da pánico que las enfermeras no te reconozcan en pantalla y que, como delegadas plenipotenciarias de la suprema autoridad médica, ordenen otros veinte minutos más de tormento y pasen a repetir la prueba.
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