La expresión como fórmula comunicativa parece estar regida por una ley de carácter económico según la cual la fuerza expresiva es inversamente proporcional a los recursos empleados en formular la propia expresión. Por eso el laconismo, tan presente en aforismos, adagios y refranes, no sólo garantiza asombro general sino que es también un modo de incidir con éxito sobre quienes nos leen o escuchan. Acaso tenga esto algo que ver con nuestra capacidad para retener el mensaje, que es obviamente mayor en la medida de su brevedad. Sin embargo, los discursos sintéticos siempre corren el riesgo de ser simplistas, de no recoger todos los enfoques y circunstancias necesarios para una correcta comprensión de lo que se quiere expresar. La «poda» puede dejar fuera lo esencial, pero se da el caso de que la determinación de qué se considera esencial es previa al discurso. Toda síntesis se sustenta, como es obvio, en observaciones y creencias anteriores. Pero lo significativo es que son las creencias las que ayudan a fijar el foco y establecer lo que es relevante en todo ese caudal previo. La esencia no es una invariante universal, no deja de ser una construcción interesada y personal. Por su parte la expresión viene a ser una manifestación de lo que cada uno creemos esencial. De algún modo la expresión abreviada gana gracias al anonimato un plus de universalidad. Cualquier publicista sabe que para difundir con éxito su mensaje necesita sobre todo ser breve, no ir a lo esencial.
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