Con los años crees haber desarrollado un ojo clínico que te permite describir rasgos del carácter de un recién conocido como si diagnosticaras daños en un enfermo. Pues, bien, créeme, tu ojo no es tan experto como piensas, es menos perspicaz y flexible de lo que debería y, a partir de cierta edad, suele reconocer mal la intención, y hasta el contorno, de quien a ti se acerca. Lo has acostumbrado a alertar y siembra peligros que nunca maduran, pero que te dejan el cuerpo en prevención permanente, rígido como una estaca. Encima te crees autorizado a dar en esto consejos y con gran suficiencia te prodigas rematándolos siempre con el mismo lema: «hay que verlas venir, antes de que las desgracias sucedan». A estas alturas, si te las dieras de vidente o brujo, podría pasar, pero lo malo de todo esto es que con ese ojo ciego te crees sabio incorregible y eso tiene siempre problemático recorrido y un final sumamente triste.
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