Si uno no cree en sí mismo, aunque sólo sea un poco, mal podrá creer en los demás. Puede que se deje arrastrar por ellos, más por comodidad y conveniencia que por fe o lealtad. Eso no impedirá que se muestre huidizo, al menos tanto como resignado. Al andar falto de convicción, no tendrá nada que oponer a quien ascienda por encima de él y dé pruebas de cierto carisma. Por eso le seguirá y por eso acatará sus órdenes, aunque sin gran entusiasmo. Si pone un poquito de interés, será para no quedar descolgado, para no acabar marchando solo. Y es que, pese a no creer en nadie, temerá ante todo verse perdido y acabar sin compañía. Siempre recordará aquel día en que le llegó del espejo una imagen difusa y encogida, con un animal acorralado y asustado que no paraba de mirar en todas direcciones buscando la salida. Incluso en el caso de encontrarla sabe que tampoco sentirá ningún alivio, más bien se sentirá abrumado ante la imperiosa necesidad de decidir qué camino debe tomar. Ahí será inútil que apele a su conciencia, pues se ha convertido en una caja de resonancia y de ella, por tanto, nada convincente le puede llegar. Asaltado así por una pasmosa inseguridad, todas las direcciones le parecerán buenas, pues para él todas serán la misma en realidad. Obediente sobre todo, reclutado como tropa, al ser llamado a actuar procurará parecer eficiente y resuelto interviniendo sin dudar si toca meter miedo. Ascendido a monstruo, como ejecutor bien instruido tendrá por fin algo en lo que creer. Y así pues, creerá que es propio de débiles e ingenuos, además de perfectamente inútil, distinguir entre lo humano y lo brutal.
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