«Vivimos en un mundo que encoge. Los "paisajes democráticos" han terminado en el alambre de espino. [..] Aceptar la civilización tal cual es implica prácticamente aceptar la decadencia». Así se expresaba en mayo de 1940 George Orwell. Suenan actuales estas líneas aunque estemos a más de 80 años vista de aquellas palabras. No diré que nada ha cambiado, pero hay sin duda corrientes ideológicas de fondo que todavía siguen ahí. Más aún, diría que hay en Europa aspectos regresivos que se han acentuado. No existe aquel clima de violencia, porque no estamos en guerra. Quizá tampoco haya campos de concentración, pero sí reductos incalificables como por ejemplo Guantánamo. Y no es la excepción, porque las noticias de cada día demuestran que no hemos renunciado al alambre de espino. En otros tiempos se encerraba, tras la valla y en un recinto macabro, a los rechazados, a los apestados y a los disidentes, ahora los que nos protegemos con esa valla somos nosotros «los civilizados». A la hora de explicar qué es lo que protegemos con tanto celo las opiniones son diversas. Unos ven en peligro el estilo de vida, otros la continuidad de la raza blanca y, abundando en el miedo, hay quienes dudan de que sobreviva la civilización que han conocido. Tomado así en genérico eso de civilización, nadie sabe a ciencia cierta de qué se habla. En las explicaciones todo empieza a ir mal desde el momento en que no se distingue propiamente entre la quiebra de una economía que sobrevive a base de recursos ajenos y la bancarrota de una civilización sin ideas, cuyo espíritu defensivo y temeroso ha pasado a adquirir un tono exclusivo y agresivo. Seguramente hay relación entre ambas cuestiones, pero pocos quieren verlas. Nadie confundía hasta hace poco a los ultraliberales con los patriotas excéntricos. Ahora, bajo la etiqueta ultra y a tenor de los lemas que en la calle mucha gente exhibe, es complicado apreciar la diferencia. Decía Orwell que el mundo encoge, supongo que se refiere al europeo, pero lo que encogen también son las ideas que lo sustentan. Algunos hablan de que en el mundo que viene lo que hasta ahora Occidente defendía pasará a ser relativo, a tener un ámbito muy determinado y los valores a tener una frontera. Bajo esa fórmula, lo que se acepta es una reducción de los patrones que históricamente nos han servido de estandarte, sin negar con ello la enorme dosis de hipocresía y cinismo que había detrás. para empezar habría que preguntarse si somos realmente la civilización de los derechos humanos o hemos hecho virtud de la hipocresía y el cinismo como si fueran prerrogativas naturales del civilizador. ¿Tan quebradizos son esos derechos fundamentales que, después de proclamarlos, hay que preservarlos tras el alambre de espino? Hoy que tanto tememos entrar en disputa, creemos habernos ganado, sin embargo, el derecho a ser nosotros a perpetuidad. Inventamos una identidad colectiva y la mostramos orgullosos como un monumento intocable. Sabemos que nuestra propia identidad personal es un proceso de cambio permanente, pero nos cuesta creer que a nivel colectivo pasa lo mismo. Hagamos lo que hagamos, llegarán otros a este recinto cada vez más mudo y timorato y tendremos que admitir el derecho a compartir como un derecho común que nos alcanza a todos, a uno y otro lado de la valla.
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