—Te lo aclaro: además de acosador, eres un botarate intrigante— me soltó de golpe. Y se quedó tan fresco.
Recibida la aclaración, me propuse, sin demasiado entusiasmo, dejar de serlo. Todo para reconducirme, para regenerarme, para mejorarme. Como no quedaba bien ser un intrigante, me puse manos a la obra. La cosa tenía en principio fácil remedio: evitar entrar en intrigas. Para ello había que prescindir de los objetivos más sencillos, de esa gente que se nos pone a tiro y parece estar invitándote a enredarla sin mediar esfuerzo, sin que se dé cuenta. Evidentemente eso supondría renunciar a ese tremendo disfrute en el que se mezclan a partes iguales la confusión ajena con la atenta observación de su marcha errática, siempre desde arriba, en franca ventaja. Sopesando el sacrificio que eso acarreaba, juzgué con buen criterio que realmente no había necesidad de ello. De modo que seguiría con las intrigas, pero disimulando, para evitar quedar a ojos de la gente timorata como un intrigante. Eso tiene su mérito, porque caminar por esa delgada línea requiere mucho tiento. Cualquier tonto te puede hacer caer en la trampa: te interesas por su tontera, entras en sus bromas tontas y al final te rindes en cuanto haces unas risillas floja. Luego, para cuando te das cuenta, te ha calado el flanco débil, te ha hablado perrerías de este y el otro, te ha propuesto un negocio fácil para ponerlos en su sitio y un método infalible de salvar su vigilancia. Ahí debería uno ser lo suficientemente astuto en vez de presumir de intrigante.
A efectos posteriores, siempre he creído que debería considerar estas intrigas ajenas como auténticas contraintrigas. Porque lo gordo del caso es que esas maniobras podrían dejarme pronto al descubierto y reportar pruebas suficientes como para ser condenado por intrigante y también por cándido. Llegar a la candidez resultaría bastante dramático, un consumado desprestigio que complicaría lo de seguir montando los divertidos tejemanejes personales a los que estaba tan acostumbrado. La facultad de maquinar comporta también el gobierno de la máquina y esa máquina es demasiado valiosa como para dejarla abandonada como un trasto viejo. Hasta ahora creía haberla mantenido bien engrasada, operativa. Con ella creaba de la nada situaciones comprometidas para toda esa gentecilla, disfrutaba con mi papel de quisquilloso y malmetía en cualquier tema con habilidad. Hasta ahora la máquina siempre me había respondido y pensaba que estaba en perfecto estado de funcionamiento. Quizá a veces se dejara oír un poco y, si se le apuraba, se le oía chirriar más de la cuenta. Digo yo que habrán sido justo esos ruidos los que me han delatado ante ese airado acusador. Pero claro, también yo podría a mi vez replicar algo a ese insolente tono suyo de falsa condescendencia. Al final, ¿no es ése también un modo de intrigar? Porque, a ver, qué es lo que de verdad se pretende aclarar con ese pescozón al cuello. Eso no es aclarar eso es claramente agredir. Digamos la verdad: puede que calificarme de intrigante no sea gratuito ni falso, pero sí que es es agresivo. Así que dejémonos de socarronería, de broma, de picardía, porque estamos aquí frente a acusaciones. Acusaciones serias, porque no se ha quedado él en «pareces tal o cual», más bien se ha decidido que «eres tal y punto». Es evidente, pues, que no me quiere ni mejorado ni corregido, simplemente no me acepta y lo que de hecho declara es que esa es mi naturaleza, montándome un juicio sumarísimo que sólo busca desmerecerme ante todos.
Todo esto a cuenta de lo de intrigante y sin entrar en la calificación principal, en la parte más grave de su aclaración. Nada menos que acosador. Si en el caso anterior, en lo de intrigante, veía algún modo de librarme —cierto que a costa de grandes sacrificios—, esta otra me parece más difícil de soslayar. Cómo decirlo, es parte esencial de mi carácter esa manera jocunda de escarnecer sin reservarme aquellas bromas con las que vejar a la víctima a discreción. Ya sé que quedo así como un agente provocador, como un peón poco fiable en el tablero, como el verdugo tontorrón, pero tampoco me importa demasiado. Quienes me quieran utilizar para propinar un escarmiento, mejor si es al indefenso, o para dejar a alguien en ridículo, tendrán que prometerme una buena oferta. Al final es cuestión de dinero, pero también de eficacia: estás en esto para que el golpe a dar sea efectivo, no para divertirte. A mí ser acosador porque sí, como un vulgar atolondrado que sale a por el otro a tontas y a locas, no me cuadra del todo. Cuando acosas, puedes ser botarate, pero tienes que saber planificar. Un estudio de la víctima, por ejemplo, nunca está de más. Sobre todo porque hay gente bastante reactiva que te puede dar una sorpresa, porque no es exactamente lo que esperabas o porque carece de un grado de tolerancia normal. Y es que te encuentras fácilmente con gente que no es normal, vamos. Tú les sales al paso y, en cuanto te ven, ellos ya empiezan a intrigar y a preparar su respuesta. Se les reconoce fácil, son esos intrigantes que te insultan a las primeras de cambio, en cuanto les pillas su torcido juego. Dicen que se defienden, pero si te descuidas te enganchan y te complican el día con su intriga. O te salen con que eres tú precisamente el botarate intrigante. Y cuando te decides a repartir un par de tortas, más que nada para controlar la situación, te vienen con que eres un acosador.
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