Llamó mi atención el talismán que le colgaba del cuello. En su escote la figurilla se me revelaba como una irresistible insinuación. Al acercarme a la doncella pude apreciar en su cara un tono como de amargura y desencanto. Flotaba el colgante en su pecho, agitado por una respiración ansiosa, como si la figurilla le impusiera un tormento agotador. No podía valer, pues, como signo de ostentación, aquello era una sanción. Así que, con creciente pena, empecé a verla como rea de algún delito inconfesable que la había hecho portadora del colgante como elocuente castigo. Estaba amarrado al cuello por una larga cadena, aligerada quizá por el brillo deslumbrante del oro puro. Si verdaderamente había habido sentencia y cumplía condena, lucir aquello no revelaba opulencia sino que pretendía parecer ejemplar. Al volver a mirarla, tuve la impresión de que aquella riqueza exuberante la hundía apagando su deseo y ahogando cualquier signo de vida. Y todo como si bajo sus pies se adivinara un pozo invisible, hacia cuyo fondo se veía irremediablemente arrastrada, como si aquella lujosa cadena y el talismán en vez de engalanarla literalmente la atenazaran. Cuando se inclinó para saludarme, la figurilla buscó refugio y se ocultó por un momento entre sus senos. Tardó poco ella en enderezarse, lo que me permitió observar el talismán con más detalle. Debía de cargar ella con un pecado muy serio, porque su pecho parecía atrapado por esa criatura huidiza y taimada. Era como un amor trágico y desfigurado, fabricado en porcelana e iluminado por vivos colores. Me quedé atónito al darme cuenta de que la figurilla, que pendía ahorcada de aquella terrible cadena, era un ángel. A pesar de su pequeñez, aquella figura no pasaba desapercibida. A primera vista el ángel parecía acogedor: miraba de frente fijamente, con sus dos alas blancas completamente extendidas. Vestía una túnica azul celeste de la que sobresalían por arriba una carita dulce y por abajo unos diminutos pies, ambos en tono pastel. Presentaba los brazos cruzados por delante, destacando entrelazadas sobre el pecho como remate unas manazas de terrible aspecto, negras como un tizón. Nadie sabe de dónde habían venido esas dos manos tétricas, pero traicionaban a todas luces la bienvenida que con sus alas el ángel anunciaba. Temí ser confundido y que, en defensa del inviolable pecho de la doncella, aquellas manos me saltaran directamente al cuello. Con todo, lo más temible me quedaba aún por ver. Aquellos ojos, que en un principio me parecieron francos y afables, se veían, a medida que me acercaba, atizados por llamas interiores y teñidos de un rojo casi sangriento. Aquella mirada se me quedó clavada, era sin duda un tajante aviso. En realidad yo sólo era un pretendiente cortés, sin mayores afanes. Pretendía simplemente saludarla. Pero aquellos ojos flameantes y sus amenazantes manos me dejaron tan impresionado que apenas pude articular palabra. Seguí mirando absorto su pecho mientras me retiraba a una distancia prudencial. Advertí entonces algo en lo que no me había fijado: la cadena de la que el ángel pendía lo mantenía sujeto por las alas impidiéndole emprender vuelo. Aquello no era un colgante más, parecía la exhibición pública de una condena a la que respondía el reo con contenido resentimiento. El destino había concertado que ambos condenados, él y ella, cumplieran sus respectivas penas en convivencia forzosa, sin amor ni futuro. Algo terrible debió urdir el desgraciado ángel para acabar como un espantajo sin más destino que intimidar a los pretendientes libidinosos que rondaban a la doncella. Tampoco ella parecía sentirse liberada por ese providencial escudo. Con el ángel proscrito al cuello parecía tan condenada como él, pero al menos se consolaba acariciándolo frenéticamente, con un cariño más bien malsano, como si se tratara de su criatura. Entregada al talismán sin amago alguno de pudor, lo manoseaba de continuo y, mientras lo hacía, suspiraba llamándolo con fingida ternura su «angelito de la guarda».
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