domingo, 2 de enero de 2022

Puestos a soñar

A veces sueño. Supongo que como todo el mundo, o quizá no. Cuando es el caso, dicen que sacamos a la luz fantasías, deseos que querríamos ver materializados, casi nunca venganzas que en ese territorio serían inútiles. A mí me da más por escarbar a fondo. Y de ahí salen imágenes desde luego. Algo resecas y faltas de jugo, sin el empuje impetuoso de los antiguos deseos. Miran más hacia mí, como si me contemplaran y probaran, y me vienen a colocar en situaciones inverosímiles en las que debo imaginar como me comportaría. Algunas me retrotraen al pasado, a tensiones mal enterradas: exámenes, amores, exploraciones, desafíos de todo tipo. Aunque imposibles ya, esos estados me parecen tan vívidos que me agotan, así que suelo huir de ellos hasta despertar aliviado. Otras veces decido ser cronista y hacer palabras de todas esas imágenes, pero tardo poco en renunciar. Las palabras, sin embargo, siguen ahí jugando y cuando entrechocan las oigo sonar, a veces hasta resuenan de forma contundente. Paso entonces a afinarlas y reordenarlas para comprobar de nuevo el efecto, para ver hasta dónde llega ahora su significado. Ejecuto esta tarea con el mayor esmero y precisión, como si su destino al salir del sueño fuera verlas talladas en roca. Supongo que algunos han experimentado lo mismo. Todos sabemos que hubo quien bajó desde las profundidades de su montaña interior con sus palabras grabadas en un par de tablas de piedra. Pero, mientras estoy en ello, me sirven de poco los viejos ejemplos, vivo bastante ajeno a ellos, es mi obra la que quiero que gane expresión. Por eso sigo dándole entre sueños a las palabras una y mil vueltas, aunque con la lastimosa sospecha de haberme embarcado en una tarea inútil pues presiento que todo mi esfuerzo quedará barrido apenas abra mis ojos a la luz. De hecho eso es lo que sucede en cuanto me despierto, que todo queda trastocado, como si mi habitación más privada hubiera sido en un abrir y cerrar de ojos saqueada y no me quedara otra que recoger lo poco o mucho que aún queda compuesto e intacto, por si puedo salir con ello y sacarle algún provecho. Nada, pues, de esa radiante roca tallada, nada de dictados inapelables ni de confidencias mágicas. En mi caso es todo mucho más intrigante que esotérico. En cuanto se me aviva el ojo y topo con el orden cotidiano, salgo urgentemente hacia el escritorio. En el teclado intento trasladar lo poco que aún queda del episodio. Al hacerlo, compruebo que lo que allí dentro en algún momento me pareció revelador, llegado al exterior, pierde y se queda en sugerente. Aun así, transcribo las palabras con enorme respeto, como si no fueran mías, y sólo espero que, una vez pasadas al papel, expresen siquiera un poco de todo lo que se agitaba dentro de mí, botín precioso que al azar conseguí atrapar mientras merodeaba por esos fondos oscuros e inciertos. Al final lo conseguido no me parece tan valioso, porque nunca dejó de ser muy mío. Así que me resulta imposible exhibirlo como un vestigio de sabiduría, como regla aplicable a los demás. Veo esas palabras como pequeñas burbujas que a mí me permiten ascender y buscar aire puro, que me impulsan a llegar a ese lugar donde dicen que el entendimiento es más saneado y curiosamente por todos compartido.

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