De seguirle a él, podríamos decir que uno se conoce a sí mismo en la medida en que la naturaleza se le revela. Sin el exterior nunca podría haber un interior. Somos, pues, en tanto que somos órganos que vigilan permanentemente esa frontera. Ese él del que hablo es, en este caso, Goethe. Para él, vivir es albergar un impulso vital que nos obliga, cuando queremos reconocernos, a mirar en la naturaleza. Coincide históricamente esta proclama con la dominación del mundo, con ese afán decimonónico de apropiarse, por medio de la ciencia, de las claves de la naturaleza entera para rendirla a nuestros pies. Al final éste sería un objetivo implícito del romanticismo que se haría aún más explícito con la llegada del positivismo y que condujo a un paroxismo nihilista justo antes de la hecatombe bélica con la que se iniciaría el siglo XX. Seguramente la mecha se encendió mucho antes y un indicio pudo ser el rechazo al dictado délfico. Goethe lo expresaba en los siguientes términos: «Siempre tuve por sospechoso ese magro y altisonante deber —"¡conócete a ti mismo!"— que se me antojaba una argucia de los sacerdotes secretamente coligados para marear a los hombres exigiéndoles cosas inasequibles y apartándolos de toda actividad dirigida hacia el mundo exterior, conduciéndolos a una falaz contemplación interna. El hombre sólo se conoce a sí mismo en cuanto conoce al mundo que sólo en sí mismo percibe, de igual suerte que sólo en él se percibe a sí mismo. Todo nuevo objeto, bien contemplado, inicia en nosotros un órgano nuevo»
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