Aislar palabras, dejarlas que por un momento anden solas, no significa meterse a filólogo, tiene que ver más con su nervio poético. Al desnudo, la palabra adquiere otro brillo, su significación no queda tan condicionada y mermada por el contexto. Sabemos que la poesía le concede más relieve e incluso puede que recupere el sentido que tuvo en otros tiempos. Con ello no se trata tanto de ganar su raíz, que puede que esté en el sánscrito o en otra lengua muerta, como de recobrar la fuerza referencial o la amplitud semántica de la que nació. Dotada de esta fuerza, al chocar con otra palabra presentada en las mismas condiciones de aislamiento, podemos extraer de ambas nuevas resonancias. Poniendo en circulación este tipo de conjunciones formales se hacen pronunciamientos que acaban en fórmulas conceptuales o en expresiones literarias. Al final tan importante es este ejercicio para la poesía como para los debates. Estas expresiones coyunturales entran en cualquier discurso como nuevos actores semánticos, pilotando sentidos diferentes y apuntando a referencias insospechadas, bien sean objetos desconocidos o soluciones que parecían ocultas y repentinamente surgen como recién descubiertas.
No voy a entrar en las fórmulas conceptuales que las palabras más sencillas procuran y en cómo a lomos de atrevidas metáforas ganan espacio propio muchas teorías. Me ceñiré a la introducción de esas expresiones de fortuna en la poesía y a todo lo que activan. Hemos hablado de la aparición de nuevos actores semánticos. La poesía tiene esa virtud generadora, virtud que desde luego va mucho más allá de la mera combinatoria, porque obtener una cacofonía a base de soltar palabras es algo que está al alcance de cualquiera. Poco importa que haya quien defienda que no existen propiamente cacofonías, que todo es cuestión de ir reconstruyendo el oído adecuadamente para que digiera esas combinaciones. De ser así, todo se reduciría a educar ese oído de modo tal que se priorice cierto orden en los sonidos. Así, lo que viene a sostenerse es que el principal atractivo de las nuevas combinaciones reside en el orden con que se regimentan las palabras. Por mi parte, no creo que esto sea ni conceptual ni siquiera formalmente aceptable. Es un recurso muy socorrido, y aparentemente creativo, renunciar al orden convencional en busca de originalidad, de combinaciones, sonoridades y quizá sentidos nuevos. Pero al insistir en las combinaciones, por mucho que sean insólitas, descuidamos un factor fundamental. Mientras atendemos a estas variaciones sonoras y bien rimadas, nos desinteresamos por la palabra y con ello el discurso queda reducido, en el mejor de los casos, a dudosa música.
Por eso, de vez en cuando hay que recoger las palabras una a una y aislarlas con el fin de pulirlas y devolverles así su primer lustre. Con el tiempo se evidencia en muchas cierta rigidez y, por falta de uso, una clara pérdida de su potencial proteico. Es fácil ver cómo a las palabras les pasa algo parecido a lo que a la piedra de los sillares. Mientras estos se cubren de pátina, a aquellas la retórica las amansa y domestica. Y eso si no sucede algo peor con ellas, a saber, que quedan deformadas y arruinadas por toda clase de excrecencias. Muchas veces esas costras semánticas impiden que puedan lucir y aportar el punto justo a un discurso. Hay palabras tan viciadas y desviadas hacia uno de sus sentidos que van camino de perderse. En este sentido, las maniobras poéticas constituyen, aparte de literatura más o menos discutible, un tratamiento terapéutico del lenguaje. Se trata de rescatar en las palabras, por encima de su música, un coro de voces directas, que son las que revelan el pulso del mundo, las únicas al final auténticas.
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