Olvidar no es un ejercicio voluntario, no es un logro que podamos exhibir. Eso no impide que haya olvidos beneficiosos. La idea de que el olvido deja un hueco en nuestro interior y crea una falla permanente puede ser cierta cuando hablamos de conocimiento. El conocimiento personal viene a ser una compleja red sostenida por múltiples nodos de cuya importancia sabemos cuando fallan. Se podría decir que el olvido es la manifestación de una ausencia, la pérdida súbita o paulatina de esa continuidad gracias a la cual nos tenemos por una referencia constante frente a la realidad cambiante. Sin embargo, lo que vale para el conocimiento no resulta tan claro cuando hablamos de sentimientos. Los perjuicios que observamos en el olvido de conocimientos pueden ser beneficios cuando la maraña de recuerdos paraliza nuestros sentimientos. Sólo hay que ver cómo con los olvidos dejamos atrás lastres pesarosos que nos iban arrastrando hasta algún fondo incierto. Por desgracia ese consejo típico de «mejor será que lo olvides» no funciona bien del todo. La voluntad de olvidar choca con el rigor de los hechos y con los sentimientos que despertaron. Otra cosa es que a la larga percibamos que algunos momentos, en su día penosos y dramáticos, han ido pasando a un segundo plano y que hace tiempo que no les prestamos atención. Lo único que eso indica es que el olvido ha iniciado su largo camino. Sabemos también que en ese camino podemos ocasionalmente echar la vista atrás, pero que el avance del olvido es irreversible. Nadie puede reconstruir su memoria, debe conformarse con intentar conservarla. Entre lo que ahí se guarda, hay asuntos que siguen presentes toda la vida y otros que, sin ser del todo olvidados, van perdiendo relieve por las circunstancias y acaban por importar muy poco. Uno debe resignarse a ver esa mudanza con naturalidad. Puede que sea un gesto de fidelidad plausible pero no deja de ser insano, por ejemplo, llevar a cuestas a perpetuidad la imagen de un muerto, por muy cercano y querido que nos haya sido. No es cuestión de arte ni existe método psicoanalítico que ayude a salvar los muebles de un hogar del que de hecho desapareció. Las piezas van encajando a medida que el juego continúa y la única virtud de la pieza que se perdió, y que tan bien nos hubiera venido, es provocar una oxigenante evocación. Pero ese oxígeno es finalmente tan falso y la evocación tan gratuita que distrae nuestra atención de la imperiosa necesidad de vivir. Al no poder imponer el olvido, no hay más alternativa que refugiarse en los recuerdos o emplearse en la vida. Uno se da cuenta fácilmente de que no puede vivir para recobrar el pasado, mucho menos para intentar enmendarlo. Esa es además una ilusión sumamente peligrosa, puesto que anima a uno a recrear las circunstancias del drama, sobre todo si sigue en su memoria presente, y a revivirlo en otro plano, esta vez imaginario naturalmente. Es evidente que el tiempo por sí solo no es aquí medicina. Así que hay que ir a cambios profundos, a cambios que remuevan el lodazal interior que se ha ido formando. Se trata de crear otro fondo que sirva de asiento e impulso para nuevas actividades. El olvido vendrá entonces de por sí, sin que se le invite. La conciencia de que se ha mejorado, de que uno se siente más liviano y más propenso a acometer dificultades que antes tenía prácticamente vetadas no debe servir para abrir la caja de Pandora de los recuerdos sino para reconocerse en otro plano o en otro estado que, lejos de ser imaginario, representa la realidad y nos obliga a responder. Ese brusco retorno es más acusado para quien gracias al olvido intenta ocultarse a sí mismo errores y responsabilidades de su pasado. Supone esa gente que insistiendo con suficiente fuerza de voluntad en el olvido puede conseguir pacificar su conciencia. Pero es inútil. Una simple imagen, una tonta anécdota, un documento descubierto pone de manifiesto la fragilidad de ese olvido y la vívida presencia de lo que no debió de suceder, pero sucedió.
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