En día como hoy, de sombrías perspectivas, en que las distintas partes se afanan en encontrar razones que avalen la fuerza, vemos a todas ellas embarcadas en frágil singladura, entrando en la tormenta como aventadas por retorcidos argumentos. Hoy mismo hemos visto hundirse ante nuestros ojos incrédulos unas cuantas velas blancas. Y todo esto ha pasado de ayer para hoy. Seguro que llegarán nuevas mareas de propaganda con nuevas explicaciones, cada vez más inverosímiles, mientras la tormenta progresa y el azote llega a tierra. No tardaremos en ver aparecer osos y lobos, depredadores implacables, recorriendo las calles cercanas con aterradora soberbia. En vano acudiremos al psicólogo para encontrarle sentido a tan temibles disfraces, pero no conseguirá desvelarnos el íntimo perfil de las mentes aquilinas que hablan y hablan tras la feroz careta. Después del naufragio general, a la playa ya sólo llegarán los cínicos. Nos dirán estos que todo fue algo natural: los muertos, pura y dura razón evolutiva. Añadirán que nunca hubo mejor momento, que todo era lícito, que no era cosa de milicia sino desfile de carnaval. Entre máscaras y cencerros, aquí todos contentos, porque eso nos devolvía la fiesta. No quisimos ver a los cínicos mientras iban sacando sus garras de debajo del disfraz. Ni siquiera cuando, expuestos ya como simples brutos, no creyeron necesario razonar. Salió el zorro a dirigir la mascarada y entonces los demás agarraron el garrote y empezaron a sacudir sin piedad. Todos un poco bestias, pero al fin y al cabo era fiesta, fiesta de carnaval. No supimos parar aquella farsa. Veíamos cómo perdían la cabeza, pero ellos sólo sentían cómo se agrandaba su dominio.
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