Hubo un tiempo en que buena parte de los libros de mi biblioteca eran de autores vivos y venían, de algún modo, a reflejar la actualidad y de paso también mi propia edad. He ido sabiendo del fallecimiento, uno tras otro, de muchos de esos autores. Así que ahora, cuando voy a los estantes, cojo mis libros y veo sus tapas, me siento como si estuviera contemplando las lápidas de un insólito cementerio. Lo cierto es que desde hace tiempo he ido renunciando a las novedades editoriales y me he ido refugiando en los clásicos con los que he iniciado un ciclo de relecturas. A veces me flagelo un poco pensando si, embebido en estos textos del pasado, no le estaré dando la espalda a la realidad. Aunque no sea todavía norma, sí que vengo comprobando que muchas de las cosas actuales las observo ya desde cierta distancia; durante un tiempo me resultan poco atractivas, luego directamente incomprensibles. Por otro lado, con las obras clásicas es como si estuviera de retorno, como si a través de ellas buscara en cierto modo mi tiempo y mi lugar. Poco importa que la materia que tenga entre manos sea muy árida, porque en lo que leo percibo un tono y un estilo mucho más reconocible que en lo que presume de nuevo. Mi biblioteca coge polvo y yo evidentemente también.
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