Éste es un nivel de sensaciones tan confuso que me da un poco de temor —que pronto muda a pudor— el acabar desconcertando a quienes leen estas líneas con estas quisicosas mías. Para dar fe de ellas no cuento con más refrendo que un rastro bastante evasivo, casi siempre demasiado profundo, nunca visible a flor de piel, que escapa como un soplo en cuanto intento dar cuenta de él por escrito. Aunque esto se concreta en mi cuerpo, mi mente no es capaz de seguir esas huellas ni de transmitir ese intento en palabras, siquiera sea para poner algo de sensatez en ese tremendo batiburrillo. En todo caso, lo sepa contar o no, vengo observando que hay sensaciones circulando por mi cuerpo, a manera de extraños rumores, que llegan hasta mí cada vez con más nitidez. Nunca les había prestado gran atención, pero me da la impresión de que esos rumores tampoco son nuevos. Con el tiempo he ido afinando para todo esto una especie de oído interior que recoge lo que desde fuera sólo parecen suspiros quedos, algo así como voces amortiguadas. Desde luego en sus mensajes percibo un tono que me resulta familiar. Es el lenguaje en el que llegan el que va continuamente variando y me lleva a confusión. En ocasiones esos rumores alcanzan mi cabeza, desde donde sigo atento a la escucha, y una vez ahí se cuelan en mi mente. Entre tanto lenguaje confuso, he llegado a la conclusión de que no es adecuada ni suficiente mi inteligencia para entenderlos. Podría dejarlo ahí, al fin y al cabo los médicos hablan de un murmullo somático, de ruidos internos que todos debemos soportar y son absolutamente naturales.
En vez de eso, intento hacer inventario de lo que escucho, pero entonces es bien poco lo que saco en limpio. Los huesos, por ejemplo, parecen rechinar, como si no encajaran bien en su sitio de siempre, hasta que dejados a su suerte crujen como si estuvieran hartos y molestos. Del vientre qué voy a decir, allí todo se remueve sin venir a cuento, suena como un foco de angustias que se traducen en gorgoteos y, cuando todo quiere relajarse, llegan sonidos de apuro y formidables apreturas de las que sólo evacuando (tanto da si en forma de sólidos, líquidos y gases) encuentro algún alivio. Lo que sale tampoco sirve, ni como solución ni como indicio informativo, pues pocos se atreven a explorar en ese magma, porque de momento no hay ciencia que logre convertirlo en un mensaje coherente. Así que seguimos ahí, consumidos por esas sensaciones tormentosas como sordos soberanos de nuestro físico más rebelde, sin ser capaces de entender nada entre tantas ventosidades y rebufos. Nadie sabe bien cómo determinar las angustias interiores de las que todo ese caudal de rumores incontrolables proviene. Además, las angustias tienen en cada uno un lenguaje singular, que no va más allá de su propio cuerpo. Son tantas las sensaciones y tantas sus variaciones que necesitamos verlas en papel y explicadas por escrito. Pero en muchos casos el cuerpo es el único papel al que podemos remitirnos para interpretar lo sucedido. Realmente el cuerpo es el marco donde todas las sensaciones se inscriben. Lo que no sabemos bien es cuál de los rumores que surgen es el más comprensible. Algunos sabios creen reconocer en el aliento el rumor más evidente y también el más genuino. Quizá no haya sido más reconocido porque ha ido quedando progresivamente enmascarado por las palabras, aparentemente más comunicables y precisas. Al margen de los lenguajes fonéticos, haríamos bien en escuchar los variados rumores del aliento, con sus exhalaciones exultantes, sus suspiros lastimeros, sus desalientos deprimentes, sus respiraciones nerviosas y entrecortadas o sus bocanadas de alivio. En ellos el aliento denota los secretos contactos que mantiene con el mundo visceral, con esos sótanos donde las angustias y las aflicciones personales acaban haciendo presa en el hígado, el estómago, el intestino y todo lo demás.
Todos sabemos que respirar vivifica, pero pocas veces la inspiración alcanza la necesaria profundidad. Es curioso que a día de hoy veamos en la inspiración una fuente de ideas y no un ejercicio de equilibrio interior. Esto dice mucho sobre lo poco que interesa interpretar esos rumores y sensaciones que llegan impulsados por nuestro aliento así como todo el tumulto que agita nuestro pecho cuando el cuerpo nos pide con urgencia más aire. Nos creemos inspirados porque lanzamos nuestras redes por el aire en busca de ideas cada vez más abstractas y volátiles. Mientras tanto, falto de la debida inspiración, queda por debajo nuestro cuerpo, rumiando para sí sus mensajes, mensajes que apenas trascienden, aunque no cesan de reclamar mayor atención. Vivimos literalmente inmersos pero ajenos a esa comunicación que damos por ininteligible. Y no sólo la damos por ininteligible sino que tendemos a rechazarla, porque tememos adivinar en ella un trasfondo demasiado incierto, demasiado sensible, en el que no pocas veces se perfilan los cercanos dramas.
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