Me mantengo en mi escrito diario con terca fe, pese a sus improbables y poco probadas virtudes, y lo hago con constancia pasando por alto su más que evidente irrelevancia pública. Voy haciendo interesante carrera como genio de los calificativos y no dudo a la hora de sacudirme con ese látigo tan diverso y perverso. Y digo perverso, porque no me incomoda demasiado manejar esa disciplina rigurosa. De momento no hago sangre con ella ni advierto heridas flagrantes, si acaso el consabido deterioro mental, como el de todos. Por esa razón no necesito aún misericordia ni compasión de nadie. Todavía vivo con absoluta convicción y orgullo mi condición de mártir de la letras. A cualquier escritor subterráneo eso debería bastarle. Esa fe en mí mismo me sostiene, aunque no creo, por lo demás, en ninguna cercana ni futura salvación o en una salida hacia la gloria. Todo esto pasará, y pasará al olvido, definitivamente. La idea de perdurar puede llegar a ser obsesiva, así que me conformo con disfrutar leyendo cada mañana las ideas locas que nada más despertar maquina mi mente. Es una actividad que tiene algo de estimulante, que me empuja a levantar a diario el telón y me permite, llegado el caso, participar en la función.
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