La obligación de compartir habitación enciende, como si fuera una fantasía natural, la visión de una habitación propia entre quienes se ven recluidos en ella. Virginia Woolf presentó la habitación propia como una tímida pero imprescindible palanca para que una mujer pueda empezar a sentirse libre. Claro que la cuestión nunca será cómo de grande es la habitación, por más que en una habitación pequeña la cuota de espacio para cada uno de sus habitantes disminuye y la incomodidad aumenta. Seguro que eso es lo que ha dado pie a la idea del espacio vital. En torno a esa idea existe toda una teoría que ha ido progresando desde el ámbito psicológico al social. La historia nos recuerda también sus terribles efectos en el político. Indudablemente como humanos necesitamos espacio, tanto mejor si queda libre a la vista y no es cerrado, y a poder que sea suficientemente natural. Recrear en un recinto cerrado esta clase de ilusión es la lógica aspiración profesional de muchos arquitectos y decoradores. Sin embargo, no siempre lo que acaban recreando puede ser vivido por su inquilino como un espacio propio. Hay espacios propios que prácticamente te acogotan y, por extensión, hay edificios que más parecen esculturas huecas, absolutamente negadas a la habitabilidad.
Señalo esto porque hay otra característica que afecta al espacio y que se sitúa por encima de la oposición entre individual y compartido. Podemos descubrirla y comprobar su importancia fácilmente. Para ello llevemos a un niño a la casa recién adquirida por sus padres y mostrémosle la habitación que en un futuro será suya. Por mucha luz que tenga, enfrentado al vacío, el niño se volverá extrañado hacia sus padres, que contemplan ese mismo escenario un poco más risueños. La habitación vacía puede ser vista, y probablemente ése sea el caso del niño, como una caja absolutamente desvitalizada, como un lugar inhabitable. Sabemos que para llegar a convertir en propia una habitación debemos ir aportándole, más allá de un mobiliario básico, elementos que, de manera tangible o simbólica, inviten a la evocación y creen una atmósfera confortadora en la que podamos estar solos y acompañados al mismo tiempo. Si en una habitación multitudinariamente compartida, el pensamiento más recurrente es escapar y salir en busca de respiro y soledad, en la habitación vacía esa soledad se hace presente y obsesiva en nuestra mente de manera casi agónica. Es cierto que en ambos casos nos sentimos encerrados y atrapados, pero, mientras la multitud parece fomentar cierta esperanza de encontrar un espacio abierto, el vacío parece adentrarse en nosotros y aislarnos sin remisión.
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