El valor de las cosas va en cuatro direcciones que apuntan hacia puntos cardinales en la evaluación. Está en primer lugar el tiempo empleado en fabricarlas; en segundo lugar, el arte y el esmero que suponen; en tercero, la originalidad que muestra lo que se obtiene; y por último, la utilidad que podría tener esa cosa. Salvo la primera, las demás dimensiones no son fáciles de cuantificar. El arte, la originalidad y la utilidad varían de manera difícil de explicar. La artesanía parece reñida con la fabricación en serie. Por su parte, originalidad y utilidad tampoco van de la mano, más bien se oponen. Tampoco el artesano es necesariamente original, ni el tiempo de fabricación garantiza utilidad. Se puede encuestar y establecer ciertos parámetros para obtener en esas tres dimensiones indefinidas algún número que precise su valor. Pero sobre su fiabilidad cabrían muchas objeciones. A falta de mecanismos fiables, se suele dejar que todo el peso de la valoración resida en principio en el tiempo empleado. Sin embargo, no es éste un mecanismo que sirva en todos los casos. Así que para poner el punto final a los casos más complicados se recurre al mercado. Es la demanda la que fija el valor con independencia de las cuatro direcciones de partida. En ese terreno alguna de las direcciones sale más favorecida. Es el caso de la originalidad y de la utilidad, aunque cada una de ellas cubre campos muy diferentes. Arte y tecnología de vanguardia pueden prescindir del tiempo, parecen destinados a superar ese filtro. La primera tiene vocación de perdurar y la otra de crecer permanentemente.
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