Los despojos de la pobre oveja yacían dispersos en medio de un campo florido. Era una tarde clara y calurosa, se respiraba una atmósfera de sosiego. Cuando el niño se acercó, un enjambre compacto de moscas emprendió vuelo desde aquellas entrañas y rápidamente se alejó. Sólo una de ellas parecía resistirse y permaneció hurgando pacientemente donde la sangre todavía estaba fresca. Era una mosca verdosa y bastante gruesa, aparentemente bien satisfecha, pero que daba muestras de seguir obcecada por aquel festín inagotable. El niño la observaba atento desde lo alto. A ella no parecía preocuparle demasiado su presencia. De vez en cuando hacía un vuelo corto, como para desentumecer sus alas, y a continuación volvía a cebarse en el mismo punto. Tras asistir varias veces a la misma maniobra, el niño se dirigió a ella y le dijo:
—En vez de andar metida en toda esa porquería ¿no preferirías ser una mariposa y volar muy lejos, disfrutando mientras te vas posando de flor en flor?
Esta vez la mosca sí que le miró, lo hizo como de reojo, como si la cosa no fuera con ella, sin prestarle demasiada atención. Seguramente no entendió nada de lo que le dijo. Caso de hacerlo, no creo que le hubiera interesado dejar su gran banquete para ganar altura con vistas a mariposear por ahí sin tono ni son, ni que creyera siquiera posible el plan que el niño le sugería. Así que, en vez de hacerle caso, siguió moviéndose por aquellas vísceras sanguinolentas hasta que, de repente, se coló dentro de lo que parecía el corazón y allí mismo desapareció.
El niño esperó un rato a ver qué pasaba, pero en ese momento apareció ante sus ojos una rutilante mariposa con alas de vivísimos colores. Se movía a su alrededor con un vuelo tan pronto esquivo y travieso como pausado y ceremonioso. Cuando se cansó de revolotear, fue a parar a una orquídea muy roja y llamativa. El niño la tenía muy cerca y pudo observar como libaba afanosa en el fondo. Aprovechando que apenas se movía y temiendo que pronto le dejara solo, agarró con firmeza el mango y, con un gesto oportuno y rápido, lanzó sobre la flor su cazamariposas. No podría decirse que tuvo gran éxito: la preciosa mariposa se debatía angustiada en la red, la flor había recibido un impacto aún más cruel, con buena parte de sus pétalos diseminados entre los despojos, y el frágil tallo había quedado quebrado y desnudo como un estilete. A todo esto el niño no le dio la más mínima importancia, simplemente tomó la mariposa de la red y la agarró de las patas. Ella todavía hacía esfuerzos para zafarse cuando él levantó el brazo por encima de su cabeza. Con ella en alto y aleteando, la miró un momento como si le diera órdenes, luego se echó a correr por el campo como un loco gritando «¡quiero volar, quiero volar!».
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