En su día llegué a bailar, como todo el mundo, sin grandes alardes. Pronto se truncó esa faceta mía que nunca tuvo nada de artística. Quizá por eso he sido poco sensible a la belleza de la danza. La estilización del movimiento siempre me parecía extremada, cercana a los excesos que vemos en algunas disciplinas olímpicas. Hay, por otro lado, en su belleza una celebración eufórica y desmesurada del cuerpo joven, vibrante, flexible. Desde nuestra orilla, pasados los cincuenta, quedan dos posibilidades: caer rendido al repertorio de movimientos para nosotros imposibles o evitar que nos restrieguen la cara con ese espectáculo abusivo. No soy tampoco de tango, de vals ni de pasodoble, me parecen algo añejo. A pesar de todo esto, sí que hay algo en el arte de la danza que me resulta interesante. Me refiero a la traducción a coreografía, a lenguaje por tanto, de lo que a primera vista podría ser visto como mero juego escénico, como un despliegue de facultades o como una estilizada exhibición de energía corporal. Cuando se examina la danza con detalle y se transcriben los movimientos, se empieza a ver mejor sus virtudes. Todo parece distinto. Los pasos llegan ahí como extraídos uno tras otro de un brillante ceremonial, los saltos elevan a categoría de elegante galope la vulgar carrera y, por último, los aleteos, por más que los angustiados brazos lo intenten, nunca concluyen en las alturas. En conjunto el ritual quiere ser viva exaltación, pero siempre acaba por tener algo de frustrante. Vemos a los danzantes constantemente girar, por momentos parecen casi enloquecer. Brazos y piernas encuentran nuevo destino en inverosímiles figuras. Pese a sus esfuerzos, la tierra mansamente siempre consigue atraerlos hacia sí. Aunque medien en su baile escalas imposibles y sutiles escarceos, todo se reduce a verlos aterrizar una y otra vez en el ancho seno de su amante.
Mi impresión es que el lenguaje de la danza soporta peor que otros la convención, porque el cuerpo es un medio demasiado libre como para acabar sometido a formas fijas. Al final acaba habiendo muy poca diferencia entre la forma prescrita y la norma ideal. Esa equivalencia canoniza una belleza tan ceremonial que parece haber quedado estancada, demasiado estática para un arte eminentemente dinámico. A eso se une, en el caso del barroco francés, la frecuente e interesada confusión entre majestuosidad y ostentación. El resultado es que los danzantes de algunas de las óperas francesas de esa época, más que moverse libremente, parecen seguir normas de protocolo. Que todo esto haya quedado rigurosamente establecido en el catálogo de figuras del ballet no desdice nuestra impresión. Era necesaria, pues, una ruptura, para que no quedase ese arte anquilosado en exquisitices vacuas. La propia Ópera de la Bastilla dio el paso en 2019 al invitar a la coreógrafa Bintou Dembélé a ofrecer su propuesta en una nueva representación de Les Indes Galantes. Es curioso y estimulante el contraste final conseguido entre la relamida música de Rameau y el impetuoso hip-hop bailado sobre el escenario. Si tenemos en cuenta que la danza de la pipa de la paz que aquí debajo se presenta corresponde a la cuarta entrada de la ópera, la de Los salvajes, bien podemos hablar, viendo el espectáculo, de lo mucho que esos supuestos salvajes nos enseñan sobre el ímpetu con que debe abordarse la vida y la agonía en que viven, sin saber, quienes se mueven embebidos por un régimen de belleza ritualizada y en algunos casos manifiestamente obsoleta.
Les Indes Galantes, Opéra de la Bastille, 2019
Música: J. P. Rameau. Coreografía: Bintou Dembélé
No hay comentarios:
Publicar un comentario