Al hilo de la consciencia corporal, defendida con tanto empeño como un puntal de su concepción artística por Maria Lassnig, es oportuno preguntarse sobre el papel inductor en esa consciencia de la percepción, de eso que en la entrada anterior he denominado aprehensión de la realidad. A este respecto, se ha apuntado que existen personas, concretamente las que se mueven dentro del espectro autista, con una «inusual capacidad» para reflejar los objetos tal como los perciben, sin llegar propiamente a concebirlos, o sea a retenerlos conscientemente como etapa previa a su posterior transmisión o plasmación plática. Esto lleva a cuestionarse la naturaleza artística de esa expresión final e incluso a si existe realmente en lo que se ofrece una expresión personal.
En un largo ensayo titulado Prodigios, el neurólogo Oliver Sacks expone y analiza entre otros el caso de Stephen Wiltshire, un frenético y precoz dibujante, en el que los expertos habían reconocido los rasgos característicos del autismo. Teniendo en cuanta la faceta predominante en su comportamiento y la destreza con que la practicaba, surgió la cuestión de en qué medida todo aquello podía ser arte. Partiendo de ahí, Sacks pasaba a hacerse una serie de pertinentes preguntas. De hecho, a través de ellas puede abrirse una jugosa discusión sobre lo que puede ser considerado arte o, mejor, sobre lo que tiene el arte de manifestación personal.
Tras haber quedado absolutamente impresionado por la pericia del niño dibujante y constatado como signo inequívoco de su condición un evidente déficit emocional e intelectual, Sacks se preguntaba: «¿Había en él, sin embargo, una profundidad y una sensibilidad que pudiera emerger, si no en otros ámbitos, por lo menos en su arte? ¿Acaso no era el arte, en su quintaesencia, la expresión de una visión personal, de un yo? ¿Podía ser uno un artista sin tener un "yo"?». Con esta inquisición tentativa Sacks parece dejar en falso la condición artística de personas como Stephen. Por mi parte, creo que habría que ahondar más en esta cuestión y, a tal efecto, la reduciría para posterior estudio a tres cuestiones escalonadas. La primera sería si la sensibilidad personal es requisito insoslayable para crear obras artísticas; la segunda, si la sensibilidad está necesariamente sostenida por una conciencia personal; y la tercera, si podemos considerar la manifestación artística como expresión directa de una identidad, la del autor de la obra, aunque que ésta se muestre alterada o bien tenga una trayectoria discontinua o poco convencional.
Si a la polémica añadimos la aparición de obras «artísticas» desarrolladas por autómatas o por programas entrenados por un exhaustivo examen de todo el catálogo de obras de arte realizadas por el humano, tenemos elementos para elevar el nivel y quizá crispar definitivamente la discusión. Es difícil saber desde qué plano perceptivo se construye arte y aún más saber en qué marco surge la convención artística que sirve para refrendar las obras. Hasta es discutible saber si el arte precisa de una concepción previa o es un reflejo espontáneo. Y esto cuando hablamos de humanos, porque si hablamos de autómatas, esa supuesta concepción pasa a estar protagonizada por un algoritmo que asume de algún modo el difuso papel del «yo». Probablemente para hablar de sensibilidad, y de sensibilidad artística, nos hace falta el cuerpo y esa consciencia corporal, de la que hablaba Lassnig, en la que se asienta nuestra identidad. Sin ella sólo hay fenómenos fortuitos, carentes de intención y que, como tales, no deberían de ser susceptibles de refrendo. Podemos crear para ellos su propia categoría, pero asimilarlos al común humano sería un error.
No hay comentarios:
Publicar un comentario