La razón nunca fue un milagro, más bien fue un modo de aterrizar con buen pie desde los cielos. Con todo, encontrar tierra y asentarse no deja de ser un modo de limitarse, sin duda. Viene a continuación el afán de acotar, de crearse un espacio propio y de ejercer sobre él la propiedad. Esa es la fuente del derecho. Por eso aceptamos de buen grado las leyes, porque parece que nos protegen. Pero es inútil pretender renunciar a las alturas, necesitamos de vez en cuando contemplar el panorama a cielo abierto y recrear la vista con lo invisible. Hay en todo esto una oposición de estilos y en ellos encontramos además la marca distintiva de ciertas épocas. Esta oposición fue captada con gran agudeza por Lezama Lima, el cual dejaba escrito en uno de sus ensayos: «Toda Edad Media surge del fervor de un ordenamiento sobrenatural, teocrático, infuso, fuera del hombre y hacia el hombre. La raíz del clasicismo es la sociabilidad, de donde surge una medida y una alegría que hace incorporable esa mesura. La esencia del medievalismo es el éxtasis, y del clasicismo la visibilidad, la adquisición de lo táctil» (Tratados de La Habana, p. 165). Con una oposición como ésta, la fusión de ambos estilos, que llegaría después con el romanticismo, precipitó un episodio de corte milenarista. El nuevo estilo, impulsado y dotado de una impecable factura científica, resultó inevitablemente explosivo. Es difícil de creer, pero la razón, intrigada por el misterio insondable del medioevo perdido, condujo a un escenario perturbador, el nazismo.
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