miércoles, 16 de febrero de 2022

Somos dos y uno, no tres

Si me pongo a pensar qué me diferencia de la mujer, de cualquier mujer, de las más próximas y conocidas o de las muchas lejanas que nunca conoceré, no es para tanto, es prácticamente nada, dicen los biólogos que sólo es un gen. Además, tanto cuanto... tiene siempre un significado incierto y apunta a un valor que siempre es relativo. La importancia que tú le concedas a lo que te diferencia de otra persona depende sobre todo de lo mucho o poco que necesites esa diferencia para reafirmarte, para defender tu identidad y poder quizá persistir en una cómoda autoridad. Lo que los sociólogos llaman factores distintivos, esos que contribuyen a definir y establecer conceptos diferenciados son en este caso meras cualidades cuya cuantificación está sujeta siempre a variaciones muy poco definitorias y nunca definitivas. Salvadas las apariencias con que puede presentarse la oposición entre masculino y femenino, cuando nos alejamos de esos polos aparentemente firmes y extremados, comprobamos que el terreno en el que la mayoría nos movemos es demasiado pantanoso. Mira tú que si al final, después de mucho remitirnos a la entrepierna, todo esto es retórica y toda esa física se resume en conceptos, tendremos que vernos como producto de la cultura dominante, donde el lenguaje es el elemento de continuidad histórica pero también el principal vehículo discriminador de sexos. 
No voy a negar —sólo hay que mirar a otras especies— que el cortejo sexual puede llevarnos a distinguir entre ambos sexos algunos rasgos que les son  propios. Es obvio que en esa etapa mostramos especial interés por parecer más atractivos que otros competidores. En esto jugamos con tanta dedicación que hemos creado también una cultura que va desde el Kamasutra al amor más delicado y turbador. Al tomarlo como un juego, hemos hecho entrar en liza y en combinación la atracción con la competición, aunque ninguna de estas facultades nos es realmente privativa a los hombres. Detrás de cada una de ellas estarían una vez más las ideas, en concreto la de belleza y la de fuerza. Ni que decir tiene que ambas siguen un curso tortuoso hasta llegar a la culminación final del encuentro en pareja, por más que ni corresponden una a cada sexo ni tampoco prevalecen en uno de ellos. Aunque dependa del contexto, en el cortejo masculino no se trata tanto de exhibir belleza como fuerza. Se tiende a suponer, aunque sea absolutamente imprevisible, que fuerza conlleva capacidad de custodia y defensa de la pareja. Señalemos de paso que custodia y vigilancia no siempre se distinguen bien. En todo caso, para apreciar en el cortejo diferencias un poco claras hay que hablar del algo tan incierto como el instinto reproductivo y eso sin descuidar la posibilidad de que los miembros de la pareja encaren con el mismo énfasis lo que sólo es para ellos una aventura o una simulación. 
Dejando a un lado ese tema del cortejo, todo es más llano y común, no se aprecian entre nosotros grandes diferencias. Con esto tampoco pretendo quitarle importancia a otras derivaciones culturales de ese doble comportamiento instintivo. Para empezar, no es frecuente que alguien muestre en el transcurso del acto final las dos caras, esto es, la fortaleza y la seducción; es más normal que predomine una de ellas. En el caso de la primera, que parece ser prerrogativa masculina, se suele dar demasiadas veces un giro bastante desdichado, por no decir perverso. Aun sin ser una consecuencia natural de la fuerza, lo que aparece en el fuerte, hombre o mujer, es un afán de dominación. Ese afán por dominar, si tiene éxito, suele ir más allá de la pareja, pues se extiende a todo como signo cultural de estatus. Viendo cómo se ejercen esos dominios, acabamos concluyendo en posesiones (una mansión, una motocicleta, un cuadro, una colección, una biblioteca,...) con las que su propietario cree aumentar su discreta capacidad de entendimiento con los demás, incluida ahí su pareja. Evidentemente, uno acaba poseído de ese modo por su propio afán de posesión. Lo procura justificar como algo propio de su condición masculina, pero no cabe duda de que contamina finalmente cualquier relación.  

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