Emocionar a alguien es sacarlo de su actitud estanca, empujarlo a aguas inciertas para ver por un momento si se hunde o si navega. Un día tras otro se inventan espectáculos para llevar las cosas hasta ese punto, pero no es nada fácil, por lo que conseguir emocionar siempre es un gran logro. Los espectadores siempre lo aprecian ya que la emoción en escena es algo que se contagia y que ayuda a compartir camino, en la alegría y en la tristeza. Últimamente corre ese logro por cuenta de los guionistas y conductores de programas audiovisuales. En ellos descubrimos argumentos e historias que conmueven, pero también un repertorio completo de ardides destinados a alcanzar el objetivo. Muchos de ellos son muy antiguos, pero antes dependían de los textos y, cuando estos eran representados, de la fuerza y el carisma de los intérpretes. Ahora todo esto ha cambiado. Si se consigue hacer correr en el plató las lágrimas, se puede asegurar que en el sofá de su casa el espectador se derrumbará y el tramo de publicidad tendrá asegurado normal recibimiento. Lo que pasa es que a veces los autores se valen de trampas y mañas tan evidentes que más que contagiar molestan. En todo esto, de la repetición del truco lo único que se consigue es que el espectador avisado llegue a sentirse manejado. El manejo deja en evidencia que el único fin del espectáculo era rescatarlo de su embotamiento emocional para sacarle una lágrima y mantenerlo pegado a la pantalla. Evidentemente, cuando la sensación de manejo es tan obvia, no se da el revolcón previsto. Aquello deja de ser emotivo y no hay contagio posible. El tinglado de la farsa se desmorona entonces y aquel a quien se tentó con emociones de pega y situaciones rebuscadas regresa a su abulia descreído de quienes intentaban a toda costa emocionarle. Lo más probable es que para la siguiente función deje de mostrarse sensible y prefiera ir de cínico resabiado e impasible. Es un repliegue natural, pero al final, cargándonos nuestras reacciones más sinceras, lo que progresa es el acartonamiento afectivo. Pero lo peor de todo es que con todo esto va aumentando el desinterés, cuando no el temor, a mostrar nuestras emociones y que de rebote sube el costo para llegar a ser en algún momento felices.
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