sábado, 5 de febrero de 2022

Naturalistas

Disfrutar de la naturaleza es una actividad curiosamente nueva, que no tiene mucho más allá de dos siglos. Antes había caza, furtiva en unos casos y reservada en los más a gente de alcurnia. El romanticismo nos ofreció la oportunidad de descubrir y conocer lo que hasta entonces eran o bien cotos privados o bien peligrosos lugares de destierro y desolación. Los bosques habían sido hasta entonces lugares misteriosos, atrapados por la mitología. En el mejor de los casos eran recordados como escenario de cuento protagonizado por inocentes criaturas frente a toda clase de brujas, duendes y dragones, cuentos que con el tiempo se han venido adulterando hasta los niveles aberrantes que ha establecido Disney. Nadie imagina, al menos en la Europa que presume de civilizada o de ciudadanizada, a un depredador carnicero (pongamos un lobo) ejerciendo su papel como colofón a una bonita excursión por un paraje casi virgen. Antaño el que era enviado a esos lugares se las tenía que ver con toda clase de alimañas y también competir con ellas para encontrar su necesario sustento. Los que hoy vemos pulular como naturalistas están ahí por voluntad propia, normalmente con ánimo de encontrar novedades y de cosechar emociones desconocidas o ya muy desinfladas. Entre ellos están de entrada los cazadores, que aprovechan hoy su ventaja, usando su flamante armamento, para continuar con una tarea ancestral, pero que actualmente no cubre necesidades y resulta recreativa e inútil. Se han convertido propiamente, por lo tanto, en cazadores de emociones. Tampoco tiene mucho que ver el tipo que, provisto de su cestita y su navaja, recoge setas para prepararse una merienda con las amistades, con el que, sin mucho conocimiento, las engullía crudas para matar el hambre y subsistir en un ambiente hostil. Está éste de las setas, pero a su lado podemos ver a ese observador maravillado que, provisto de anteojos y tremenda cámara, persigue con pasión a los pájaros comunes, a los de toda la vida, que ni siquiera son exóticos, en un afán de establecer con ellos una absurda camaradería e intentar comprender su lenguaje hermético y su original comportamiento. Estos son los mismos a los que un pequeño zorro mirándoles perplejo les asusta y les hace dar la vuelta porque sospechan que pueden ser atacados por bestias desaprensivas. El caso es que vibrar de emoción, tras verse rodeado por ese escenario, es natural y bienvenido para quien se pasa el día viendo muros y paredes, pero lo de ponerse en peligro por satisfacer una tonta curiosidad les parece otra cosa que quizá no merece la pena. En tercer lugar están los coleccionistas. Buscan heces de jabalí, huellas de canguro, fósiles de trilobites, plumas de abejaruco, hojas del árbol del paraíso para componer una bonita colección que guardarán en su gabinete secreto. Llevarán con mucho misterio allí a sus invitados de más porte, para maravillarlos «con los secretos que alberga la naturaleza». Así pues, mientras unos despiertan sus emociones oxidadas sobre el terreno, otros miran con fingido agrado y cierto desapego la vitrina de curiosidades. Y estos últimos tampoco son el colmo de los naturalistas, porque se puede observar aún mayor desapego entre los de salón. Me refiero a esa gente que se conforma con mirar el documental de la tarde en la pantalla, a media siesta. Eso no quita para que luego declaren, muy ufanos, que están al día sobre «el calamitoso estado y el difícil equilibrio ecológico que por lo visto se da allá lejos, en la naturaleza». Esos son hoy por hoy los campeones del naturalismo pasivo que impera.

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