Siempre ha sido así. Nada de lo que vemos resistirá incólume al azote de los elementos y al paso del tiempo. Hoy por hoy son muchas más las ciudades aún enterradas que las rescatadas del olvido. Asociamos todo ese pasado enterrado con los albores de la civilización y miramos particularmente a Egipto y Oriente Medio. Sin embargo, estamos rodeados, incluso en nuestras cercanías, de pueblos desolados y edificaciones ruinosas. Al recorrerlos, todos esos sitios evocan otros tiempos en que fueron lugares florecientes donde la vida bullía por doquier. Normalmente vemos la ausencia de vida como una pérdida irreparable que certifica su desaparición. No falta quien se hace a la idea de lo que hubiera podido ser de esos lugares si en su trayectoria no se hubiera cruzado una sequía, un terremoto, una inundación o cualquier otro acontecimiento fatal. De todos modos no hay que ir al pasado remoto para ver cómo el destino ha truncado el futuro de algunos. No siempre hay que desenterrar las huellas de un desastre porque aún son perfectamente visibles. Basta recordar lugares como Chernobyl, Fukushima, Detroit, Nueva Orleans y otros muchos.
Con todo, los casos más enigmáticos son los de aquellas ciudades fundadas no como centros de comercio y servicios sino como focos impulsores del saber y el progreso. Algunas surgieron en lugares secretos y fueron acondicionadas como centros intensivos de investigación para evitar distracciones y conseguir mayor productividad intelectual. Hablo de esas ciudades de la ciencia en las que se recluía, como si de granjas fuera, a «los más sabios» para que allí pusieran su mejores huevos. Muchas de estas ciudades han tenido un destino dramático, toda vez que la financiación que sostenía la plantilla de técnicos y empleados, todos ellos funcionarios, así como los planes y estrategias políticas que las habían hecho surgir caducaron. Concebidas como grandes burbujas ajenas casi siempre al entorno y alimentadas por una red de comunicaciones permanentemente vigilada por vallas y barreras, eran satélites directos de los centros de poder. Al haber sido habilitadas y blindadas como refugio donde los científicos vivían confinados para llevar a cabo sus investigaciones sin verse perturbados por la molesta realidad, la mayoría de estas ciudades parecen, tras quedar abandonadas a su suerte, resistir sumidas en un letargo del que probablemente nunca despertarán. Sus edificios desvencijados y amenazando ruina, sus calles vacías y devoradas por la maleza, esos hoteles, teatros y oficinas donde uno cree aún escuchar el eco de mil voces, le dan al conjunto un aire fantasmagórico. Lo que queda a la vista ya no es propiamente una ciudad, sólo puede ser visto como un mundo sumergido en el pasado del que sus habitantes han huido a un incierto futuro al cesar la actividad y resultar todo prescindible y, en algunos casos, al volverse el ambiente inhabitable. Sin embargo, en muchos casos las cosas no fueron tan fortuitas: hubo una orden y al otro lado de los montes que circundaban la ciudad se decidió que aquello ya no valía la pena, que sus habitantes deberían resignarse, aunque lo que se les dijo es que por fin eran libres de irse y de intentar rehacer sus vidas con grandes ventajas en otra parte. Imagino la nostalgia con la que, en un ocasional retorno, en uno de esos viajes sentimentales, ven esos emigrantes forzosos el escenario vacío de sus inolvidables vivencias. Aulas, laboratorios, salas de congresos, jardines y paseos se han ido hundiendo inexplicablemente, y lo único que ya cabe esperar es que, como a las viejas ciudades, a todo ello el tiempo le dé digno entierro sustrayéndolo a la curiosidad de los turistas y a la codicia de los saqueadores.
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