Entre los progresos más prometedores anunciados por la inteligencia artificial estaría el que se presentaba el otro día en un periódico de gran tirada, única garantía que a día de hoy se nos ofrece del interés de todos estos inventos para la sociedad. Al parecer, según cuenta la crónica reescribiendo los informes de las compañías promotoras, gracias al magistral oficio logrado por las nuevas tecnologías, sobre los hombros de cualquiera de nosotros podría un buen melón sustituir con franca ventaja a nuestra obtusa y pesada cabeza. En su rebosante madurez, no sólo deslumbraría nuestro melón por su armoniosa y elipsoidal figura, dotada de sorprendentes matices del verde al amarillo y emanando un aroma embriagador, sino por su capacidad para dirigirse a cualquiera con impresionante resonancia en las lenguas más variadas y exóticas, tanto naturales como artificiales. Recurriendo a este sustituto, pronto nos veríamos dueños de una maestría inusitada a la hora de impartir sesudas lecciones, fuera cual fuera el tema elegido por nuestro interlocutor. Con ser evidentes las monstruosas prestaciones de nuestra nueva testa cibernética, lo más destacado no serían éstas, ni siquiera su tremendo atractivo frutal, lo que más enamoraría es la asombrosa facultad para dar un giro mucho más estimulante, pero en el fondo muy natural, a nuestras sencillas conversaciones. Gracias a ella nos convertiríamos para todos en ese amigo al que siempre encontramos dispuesto a devanarse el cacumen y abrirse de corazón para ofrecer un ambiente refrescante, ambiente al que cualquiera que tuviera delante se entregaría con ganas, sintiendo, a medida que la charla avanza y se va haciendo más dulce y gustosa, un deleite parecido al de quien se lleva con pulcras dentelladas bocados muy apetitosos de esa inteligencia superior.
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