En ciertos sectores de Madrid se ha acogido con singular fervor el grito que de un tiempo a esta parte ha surgido con fuerza desde algunas rotativas, altavoces y antenas, tan enérgico que ya nos atruena y asusta: Folicularios de la prensa universal uníos. Al oírlo, periodistas de toda laya, bien sean columnistas, publicistas, propagandistas, meritorios o chupatintas vulgares, se alzan orgullosos como un solo hombre en defensa de intereses muy poco universales, sin reparar en que con su apoyo van dejando la verdad muy atrás, tan desamparada, desnutrida y enteca que, ni en la que se decía su casa, será nadie pronto capaz de reconocerla. A los periodistas de a pie debería infundirles sospecha la pretensión de unir a todos bajo una misma bandera y aún más ver que el vigoroso levantamiento está encabezado por los primeros espadas, a saber, líderes de opinión, directores de cabeceras, jefes de gabinete, administradores de redes, cronistas de épica deportiva y mucho comunicador de dudoso pelaje y condición. Se quejan todos ellos amargamente de que han empezado a tener dificultades económicas crecientes porque su mensaje ya no cala como antes. No obstante, siguen convencidos de que no hay mejor filosofía informativa que la de quien paga la nómina y que no les corresponde a ellos, en tanto que modestos pero virtuosos instrumentos de comunicación, recurrir a la verdad de la calle para desafiar las escuálidas cifras de ventas. No se explican bien, y de eso se lamentan cada vez más, que su autorizada voz, que un día tuvo eco hasta en ultramar, acabe extinguiéndose en un radio muy discreto y en la práctica desaparezca al intentar cruzar la amplia, desolada y vacía meseta. Es el caso de los que siguen fiándolo todo a su onda, con ese toque tan suyo entre evangélico y patriótico, lo que hace que apenas ya nadie crea en sus informes, razón por la que reclaman sobre todo un retorno a las viejas costumbres de aquella época en que los periódicos servían de puente discreto entre el casino y el púlpito. No acaban de entender que ese grito suyo tan grandilocuente pone en evidencia la vanidad y la prepotencia con que, en nombre de una influyente minoría, se han venido pronunciando. En muchos casos ha dejado de importarles que, bajo esa sólida y cada vez más pesada carga, se haya venido asfixiando desde hace tiempo la información verdadera. La prensa se muere, eso es cierto, y será difícil que, con esos gritos estentóreos, se recupere una verdad que hoy tiende a diluirse entre los infinitos vericuetos de las redes mostrando en su agonía, a base de publicidad, un colorido tan falso como efectista.
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