No hay que mirar al cielo y seguir al sol desde el alba hasta el ocaso para ver cómo evoluciona el día, basta con elegir un bonito paisaje de contrastes y lanzarse a una buena caminata a campo traviesa. Al final se comprueba además que todo en esa excursión sigue un curso tan parabólico como el de la propia vida: a primera hora de la mañana puede uno casi ver nacer miles de flores exuberantes, dispuestas a animarle en su marcha impregnándole con frescas fragancias; poco después, al paso por los campos interminables, andará y buscará horizontes, dejándose ir por parcelas y veredas para acabar al cabo de un buen rato atrapado por su amable monotonía; a mediodía, le tocará ya cruzar lindes y ribazos inesperados y ahí se le empezarán a mostrar un poco crecidos e intransigentes los cardos y del todo insolentes moscas y mosquitos; con las piernas algo resentidas y los brazos injustamente atacados, llegará a media tarde la hora de pensar en la vuelta, algo que le exigirá ponerse a prueba salvando anchas y frías acequias, metiéndose a fondo en la maleza o, en el peor de los casos, moviéndose a gatas por el pegajoso fango; pero será ya casi a oscuras, a última hora, cuando casi vencido le llegará una prueba que será la definitiva y será justo cuando intente recuperar el bendito camino que en algún momento perdió y se vea por ello obligado a soportar un terrible flagelo al tener que enfrentarse, ya muy disminuido y como si estuviera ante la última frontera, a una espesa muralla erizada de zarzas, ortigas y espinas. Inútil será el esfuerzo, porque nada habrá al otro lado; difícilmente entenderá que está en ninguna parte, que no hay ahí camino ni tampoco guía que le tome a uno de la mano. Para él la excursión finalizó, será la noche, se acabó el día.
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