Nada hay más absurdo que anunciar una borrachera, y más si es de palabras. Pero a todas horas se nos avisa de la inminente celebración de alguna diversión palabrera. Por ahí todo nos puede llegar, porque se supone que a todo somos capaces de darle cabida, ya sean discursos floridos, debates ácidos, escenas eróticas, oráculos tétricos, homilías salvíficas, declaraciones incendiarias, diálogos desternillantes, pronunciamientos revolucionarios o inquisiciones sanadoras. Toda la miseria verbal se reviste de gloria cuando le toca el turno al charlatán de turno, cuyas palabras nada más ser balbuceadas parecen llamadas a cubrir, dejando en pálido reflejo, la tristeza y la alegría, el asco y el deseo, lo inventado y lo sentido, el pasado y el futuro. En su voz, empastada casi siempre, todo nos suena a rancio, como antiguo, con esos tonos casi siempre guturales, tirando de vocablos legales y reconocibles pero de lejanos significados, convertidos en reclamos de dudoso sentido, cuando no en alaridos muy personales, que unidos a otros parecidos se elevan como gritos en horrible canto, atronando desde las tribunas en forma de aullidos, como de manada siniestra. Desde ese momento muda nuestro orador a gran maestre y corifeo, e imbuido ahí de responsabilidad ya no contempla la posibilidad de ceder su puesto y en su papel se regodea, intentando hacer creer que, al encuentro de sus palabras, acude todo un mundo recién creado, obra original de su dislocada imaginación, donde los goznes han quedado forzados y donde, una vez abierto el fabuloso portal, el rumor de la tempestad empieza a sonar con ecos de todo lo que rige ahí fuera, a la intemperie, todo lo que desde aquí los demás oyen y temen pero aún no ven. Es él quien llega para anunciarlo, es él quien a golpe de clarines y trompetazos marca con tremenda fanfarria palabrera el inicio de la nueva era, ésa en que hasta las palabras más mansas se desbordan provocando al caer en nuestros oídos estruendo terrible, abriendo por momentos brecha ahí por donde avanza la angustia y a la larga el miedo, miedo a que ese sonido, a que toda esa fina consonancia vocálica, que un día conocimos bien dictada, acabe, por incongruente y atropellada, en un susurro fluido, en un zumbido continuo y nos deje definitivamente sordos a merced de ese variopinto orfeón de charlatanes cada vez más ebrios.
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