Todo el mundo asiste con cierta sorpresa al curso de los enfrentamientos entre el buenhumor y el malhumor. Puede que no sean tan sobrecogedores como los que se dan entre el bien y el mal, porque el humor sirve ahí de pantalla y, aunque el antagonismo siga siendo patente, todo se queda en tono menor y carece de relieves cortantes. Eso no quiere decir que no haya intercambio de agudezas, lo que no hay es sangre. Es cierto que las punzadas suelen ser de muy distinto tenor viniendo del bienhumorado o del malhumorado. Mientras el primero tiende a mostrarse risueño mientras bromea, el segundo tiende más al sarcasmo y a zaherir. Pasado un rato de haberse enfrentado, sucede algo curioso: a fuerza de engruesar las bromas de un lado y de rebajar las burlas del otro, el humor parece igualarse y discurre en un divertido toma y daca. Cuando el enfado del malhumorado es tan severo que se le hace incomprensible la broma del otro, no le queda otra a éste que insistir dándole una vuelta de rosca. Algo parecido pasa por el otro lado, por el que llegan las burlas. Éstas acaban por perder su malicia ante el portador de ese escudo jovial que es el buen humor, un escudo con el que, por muchos gruñidos que suelte el malhumorado, casi todo le resbala. La ventaja de estos enfrentamientos con todas esas humoradas que van y vienen, tanto si son de grueso calibre como si son ligeras, es que eluden el contacto físico, que se basan en la esgrima dialéctica. Son el habla y la gesticulación lo único que ahí entra en juego. Cualquiera ve que los chistes, sea cual sea su color, tienen su propia dialéctica y que, convenientemente subrayados por los justos gestos, no necesitan de argumentos. Eso hace bien fácil de seguir estos enfrentamientos. A veces el espectador disfruta viendo salir chispas, pero en otras le incomoda el descarado acoso verbal. Todo eso para quien lo ve desde fuera. Sin embargo, para el bienhumorado puede ser distinto y hasta puede darse el caso de que acabe por celebrar con más regocijo que pena las «ocurrencias y disparates» de su oponente, al que de tan amargado que está sólo puede ver como un pobre hombre. El caso contrario, el regocijo del malhumorado, por desgracia sólo llega a darse tímidamente. Lo que ahí suele suceder más bien es que hasta las bromas más inocentes acaban exacerbando su mal humor y dejan al descubierto su horrible «cara de perro», o bien que en un giro radical recupera algo de buen humor y pasa a tolerar esas alegrías compasivamente, como signos de simpleza propios de un pobre ingenuo.
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