El aterrizaje de la lógica en la ética, después del rigor vigente en los tiempos mágicos, siempre fue un asunto problemático y de consecuencias a veces devastadoras. Pensemos si no en cómo bajo el imperio de la razón se quiso en su día impregnar la ética revolucionaria con el impulso y la dirección de la filosofía ilustrada. Pero en cambio lo que llegó fue una armadura lógica que, con el pretexto de sostener la nueva sociedad, impuso una verdad inapelable en vez del dogma viejo. Dice Slavoj Zizek, y aquí puedo estar de acuerdo con él, que «una Verdad nunca se impone, porque, en cuanto la fidelidad a la Verdad funciona como una imposición excesiva, ya no tratamos con una Verdad, con la fidelidad a una Verdad-Suceso». Entiendo de ahí que la fidelidad a la verdad sólo es posible si puede ser ratificada mediante un suceso verdadero, nunca si la verdad acaba siendo asimilada a una creencia superior y consecuentemente impuesta. Históricamente ha sido una constante la personificación de esa creencia superior y eso ha llevado a la subsumisión y reflejo de la verdad en una persona, con la autoridad universal que ello supone. Esto ha dado pie a que la verdad se establezca socialmente no mediante la constatación empírica o el análisis lógico sino mediante un dictado. Zizek hace de este dictado clásico un chiste, pero en realidad ha sido criterio recurrente en jefes políticos, religiosos y hasta académicos. «Nunca cometo un error al aplicar una regla, puesto que lo que yo hago define la regla». Con ese gambito lógico, la ética queda ahí fijada ejemplarmente a través del ejercicio del dominio que al dictador le atribuye su autoridad.
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