Escribía Douglas Adams, hace ya más de 40 años, en uno de los capítulos de su serie radiofónica La guía del autoestopista galáctico, en clave de ciencia ficción, lo siguiente: «Y para todos los mercaderes más ricos y prósperos, la vida se hizo bastante aburrida y mezquina y empezaron a imaginar que, en consecuencia, la culpa era de los mundos en que se habían establecido; ninguno de ellos era plenamente satisfactorio. O el clima no era lo bastante adecuado en la última parte de la tarde, o el día duraba media hora de más, o el mar tenía precisamente el matiz rosa incorrecto. Y así se crearon las condiciones para una nueva y asombrosa industria especializada: la construcción por encargo de planetas de lujo». Ahora que entre los prebostes que dirigen grandes corporaciones se coquetea con la idea del turismo y las colonizaciones espaciales y que nuestro planeta va camino de la ruina según nos cuentan en Glasgow, aquellas palabras, presentadas entonces como ficción futurista, suenan hoy como premonitorias.
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