El mal que vemos sufrir a los demás, sobre todo cuando nos son queridos, lo acabamos convirtiendo en una idea que, tras revolotear sobre nuestras cabezas, acaba por ser tan lábil y plástica que no tardamos en ajustárnosla como si de un traje se tratara. La virtualidad, que no virtud, de ese traje es que pasamos a sentir el daño observado como algo nuestro. No obstante, creo que la compasión por el prójimo es un argumento que tiene aquí un valor relativo. No digo que no exista empatía ni un sincero afán de compartir el dolor, animado por el deseo de que hacerlo saber pueda de algún modo aliviar, pero ese gesto no explica la facilidad con que encajamos ese daño que para nosotros es aún ideal. Hay por ahí oculto algún sastre capaz de vestirnos con ese disfraz temible y algo grotesco, capaz de anunciarnos la cercana caída en el mismo mal que a los demás aflige. He dicho temible y empiezo a pensar que sí esa tiene que ser la palabra tras la que el sastre se esconde. La compasión nos invita a soportar el mal como un designio colectivo, no tanto como algo inmediato: lo nuestro (hablamos del daño) aún no es lo mío. Sin embargo, el miedo, acompañado y siempre azuzado por la idea del dolor, nos mueve a convalidar el mal ajeno como algo propio, lo que nos lleva a tener que movernos enfundados en esa idea insidiosa, pegajosa y sumamente maliciosa, que, sin ser aún físicamente efectiva, tiene un oscuro reflejo en nuestra manera de llevar adelante y entender la vida.
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