miércoles, 17 de noviembre de 2021

El fascinante vuelo de los buenos

Olvidados por ese dios del que medio mundo habla, pasan los ángeles a moverse libres y a su aire hasta que de pronto reaparecen entre nosotros convertidos en hombres superlativos. Como resultado seguimos fascinados en viñetas y pantallas las hazañas de personajes tales como Superman, Batman, Spiderman y demás manes. A estos ángeles, aterrizados desde las alturas, nos ha dado por llamarlos superhéroes, algo a lo que no acabo de encontrarle mucho sentido. Protectores incondicionales no parecen, aunque tampoco digo que sean gente guiada por su propio interés. Lo que sí parece claro es que les gusta más volar que batirse en tierra, como hacían los héroes clásicos. Sí que muestran cierto regusto en exhibirse y desde luego les encanta romper los cánones de la física. En este sentido, como voladores míticos, podríamos emparentarlos con la vieja estirpe de Mercurio. No me consta, sin embargo, que éstos traigan mensajes de nadie, porque no se deben a ninguna autoridad superior. Se deben a sus actos, con los que al parecer buscan sobre todo dar buen ejemplo. No está de más señalar al respecto que sus principios morales son los tradicionales, o sea los que derivan de las tablas mosaicas. Y como en su actividad esto se da por supuesto, los tenemos por buenos chicos, por gente a la que su sólida base moral sirve de argumento justificador. Como decía, a diferencia de los ángeles, estos superlativos no son ministros al servicio de nadie, se tienen por guerreros y como tales sólo conocen un único plan: combatir el mal, entendido como todo aquello que contraviene y violenta el marco moral en el que se mueven. Es probable que la desaparición de la figura divina los haya hecho proliferar y que esta nueva especie, a base de asistirnos y maravillarnos, quiera hacerse con su legado. Por eso hay quien ve natural la irrupción de estos híbridos, mitad ángeles mitad héroes, al entender que vienen a ocupar y darle sentido el espacio moral que había quedado vacío. Desde abajo unos y desde arriba otros, ponen de manifiesto su afán por lograr para ese espacio cierta continuidad. Erigidos en dinámicos custodios de una sociedad anclada en la inmovilidad moral, su misión es mantenerla en estática armonía. Para ello se presentan ante ella como la personificación del bien y como decididos promotores del bien general. Por su fervorosa obstinación recuerdan de algún modo a aquellos monjes soldado medievales, que valiéndose de su espada apenas necesitaron de dioses en sus correrías. Al final, como casi todos los combatientes levíticos, implantaron su propia ley, pero en nombre de los dioses postergados. A la larga, la historia cuenta que para ellos cualquier perturbación social o signo de desorden acaban por ser vistos como una manifestación del mal. Su benévolo deseo de reorientar el pacto social les lleva a ejercer una tutela paternal sobre alcaldes, presidentes y demás autoridades y a arrogarse de paso su propia autoridad sin más aval que sus facultades sobrehumanas. No deberíamos, pues, dejarnos encandilar por estos tipos superlativos que sobrevuelan la sociedad. De hecho se mueven a ojos ciegas y, en aras de una nebulosa armonía universal, actúan sin atender a los terribles desajustes que crispan la sociedad real. Así que no veo mucho sentido en aceptar a estos personajes como héroes benefactores o como ángeles custodios. Partimos de un obvio error al pensar que su físico sobresaliente debe ir acompañado de cualidades morales equivalentes. Son muchos y muy diversos los superlativos que se disputan hoy nuestra credulidad, lo que me hace dudar de que su ley esté guiada para siempre por el altruismo y la generosidad. Como hombres corrientes que somos deberíamos considerar tan imposible el portentoso físico de los superlativos como sospechosa su integridad moral. Con dioses o sin ellos, no creo que necesitemos esos asistentes. A decir verdad, con héroes anónimos nos cruzamos por la calle a diario, todo es cuestión de aprender a reconocerlos. En lo que se refiere a los ángeles, otra cosa eran los de antes, pues para quien los veía sostenidos por la voluntad divina su intención benéfica no dejaba lugar dudas.

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