«No disparen al pianista, lo hace lo mejor que puede», se oyó al fondo. Hubo disparos y el pianista salió ileso de la refriega, pero al ver desde el suelo el estado del piano se volvió hacia el público enfurecido, se encaró con uno que todavía empuñaba el arma y gritó a pleno pulmón: «Pienso tocarla no una sino cuantas veces me dé la gana, Sam; hasta que me la sepa, así te vuelvas loco».
Que la crítica dispare es normal, siempre que lo haga al aire. Disparar al piano es de bárbaro, hacerlo al pianista es criminal, pero se hace. Particularmente cuando éste se mueve en tentativas y escarceos, cuando no es aún dueño de cumplida técnica y trata de hacer valer su genio dando rienda suelta a su emoción. Ahí siempre hay alguien entre el público dispuesto a reprender al principiante, no tanto por su torpeza como por su osadía a la hora de exhibirse y tentar al público. La experiencia demuestra que algunos tenemos una idea muy pacata acerca de esto, una idea que dura hasta que observamos atónitos cómo el público reprueba a nuestro Sam de turno y consagra con honores al incipiente pianista.
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